domingo, 21 de diciembre de 2008

TÓPICOS DE NUEVA YORK (1)


















-"Dejaos de bromas –increpé tajantemente a mi hermano y a Antonio a nuestra llegada al Aeropuerto JFK-. Contestad a lo que os pregunten mirando directamente a los ojos y no hagáis tonterías”.
Estábamos en la cola de control y los dos bromeaban con el parecido de la policía que nos escoltaba con Woopy Goldbert. Todos los amigos me habían advertido que pasaríamos varias horas enredados en los trámites de entrada y yo había visto en los documentales que las bromas en los aeropuertos americanos se pagan muy caras.
Los policías, sin embargo, se limitaron a mirar los pasaportes y a grapar la hoja de entrada en el país en menos de diez minutos. Todavía sin creerlo nos dirigimos a la salida para tomar un taxi. Agarrábamos fuertemente nuestros bolsos, lamentando no haber sido lo suficientemente previsores para ocultar nuestros contados dólares en la ropa interior. “Procurad que el taxista no sea un pakistaní –nos habían dicho presuntos expertos- porque os dará vueltas por la ciudad y cobrará una fortuna”. Unas policías negras enormes y mandonas (una especialidad netamente neoyorquina, de las que en los días siguientes descubriríamos su amabilidad protectora y su sentido del humor) ordenaban el pequeño caos y hablaban un inglés irreconocible, arrastrando sílabas, abriendo inmisericordemente las vocales, comiéndose las consonantes. Nos colocaron en un taxi con un papel en la mano que me apresuré a leer en la oscuridad y en el que se especificaba que la tarifa al aeropuerto era “flat”, o sea, plana y que no te podrían cobrar más de 45 dólares.
A las ocho de la mañana del día siguiente salimos a descubrir Nueva York, mapa y cámara de fotos en ristre. Estábamos en pleno centro de la ciudad y esperábamos un gentío apresurado. Sin embargo, las calles estaban casi desiertas, los comercios no abrirían hasta varias horas después. Algunos carritos de comida empezaban a desplegar su mercancía porque más que la ciudad que nunca duerme, Nueva York es la ciudad que siempre come. Arriba y abajo de la calle Broadway divisamos los bosques de rascacielos. Por medio, centenares de bellos edificios decimonónicos, con una inconfundible mezcla industrial y modernista. Las vanguardias arquitectónicas de los últimos 150 años al servicio de la utilidad americana y actualmente mimados, como solo los que tienen poca historia pueden hacerlo.
Perdemos el rumbo en alguna de las relativamente escasas calles con nombre, más abajo de la cuadrícula West-East y Up-Down. Nos detenemos ante una boca del metro donde un negro solitario, escucha música y canta en voz baja. Nos indica la dirección y, consciente de nuestro desconcierto, se ofrece a acompañarnos.
¿Es esto Nueva York –nos preguntamos-, esta mezcla de modernidad y provincianismo, esa amalgama de altas finanzas y populismo, de movimiento y amabilidad? Caen uno tras otro los mitos que habíamos interiorizado: la puñalada en el metro, la indiferencia ante el dolor, la agresividad y la prisa. Si Lorca volviera, sus ojos contemplarían nuevas angustias, quizás no en los negros de Harlem, sino en los latinos del Bronx.