-"Dejaos de bromas –increpé tajantemente a mi hermano y a Antonio a nuestra llegada al Aeropuerto JFK-. Contestad a lo que os pregunten mirando directamente a los ojos y no hagáis tonterías”.
Estábamos en la cola de control y los dos bromeaban con el parecido de la policía que nos escoltaba con Woopy Goldbert. Todos los amigos me habían advertido que pasaríamos varias horas enredados en los trámites de entrada y yo había visto en los documentales que las bromas en los aeropuertos americanos se pagan muy caras.
Los policías, sin embargo, se limitaron a mirar los pasaportes y a grapar la hoja de entrada en el país en menos de diez minutos. Todavía sin creerlo nos dirigimos a la salida para tomar un taxi. Agarrábamos fuertemente nuestros bolsos, lamentando no haber sido lo suficientemente previsores para ocultar nuestros contados dólares en la ropa interior. “Procurad que el taxista no sea un pakistaní –nos habían dicho presuntos expertos- porque os dará vueltas por la ciudad y cobrará una fortuna”. Unas policías negras enormes y mandonas (una especialidad netamente neoyorquina, de las que en los días siguientes descubriríamos su amabilidad protectora y su sentido del humor) ordenaban el pequeño caos y hablaban un inglés irreconocible, arrastrando sílabas, abriendo inmisericordemente las vocales, comiéndose las consonantes. Nos colocaron en un taxi con un papel en la mano que me apresuré a leer en la oscuridad y en el que se especificaba que la tarifa al aeropuerto era “flat”, o sea, plana y que no te podrían cobrar más de 45 dólares.
A las ocho de la mañana del día siguiente salimos a descubrir Nueva York, mapa y cámara de fotos en ristre. Estábamos en pleno centro de la ciudad y esperábamos un gentío apresurado. Sin embargo, las calles estaban casi desiertas, los comercios no abrirían hasta varias horas después. Algunos carritos de comida empezaban a desplegar su mercancía porque más que la ciudad que nunca duerme, Nueva York es la ciudad que siempre come. Arriba y abajo de la calle Broadway divisamos los bosques de rascacielos. Por medio, centenares de bellos edificios decimonónicos, con una inconfundible mezcla industrial y modernista. Las vanguardias arquitectónicas de los últimos 150 años al servicio de la utilidad americana y actualmente mimados, como solo los que tienen poca historia pueden hacerlo.
Perdemos el rumbo en alguna de las relativamente escasas calles con nombre, más abajo de la cuadrícula West-East y Up-Down. Nos detenemos ante una boca del metro donde un negro solitario, escucha música y canta en voz baja. Nos indica la dirección y, consciente de nuestro desconcierto, se ofrece a acompañarnos.
¿Es esto Nueva York –nos preguntamos-, esta mezcla de modernidad y provincianismo, esa amalgama de altas finanzas y populismo, de movimiento y amabilidad? Caen uno tras otro los mitos que habíamos interiorizado: la puñalada en el metro, la indiferencia ante el dolor, la agresividad y la prisa. Si Lorca volviera, sus ojos contemplarían nuevas angustias, quizás no en los negros de Harlem, sino en los latinos del Bronx.
2 comentarios:
Sin embargo, los newyorkólogos al uso nos hablan de esa deshumanización de la ciudad... Las ventanas de Manhattan de Muñoz Molina nos pintan una ciudad de ventanas, vistas desde fuera, que sólo descubren soledades y agonías. Hopper pintaba ventanas hacia adentro y repetía un vacío casi metafísico...
Le preguntaré a una lectora neoyorkina que tengo: está totalmente orgullosa de ser aemericana y de New York, aunque su origen y apellidos de un país islámico le están dando más de un problema desde el 11S. ¿Qué ciudad es la real?
Un abrazo y gracias por reaparecer.
Rigoletto
Nunca he estado en Nueva York. Pero se trata de un lugar que nos resulta, aunque parezca una contradicción, desconocido y familiar. Buena parte de nuestras veladas de cine nos han permitido recorrer casi todos los barrios, entrar en las casas, respirar una atmósfera, escuchar las palabras, los gritos, el silencio. Incluso la mezcla de grande bouffe y bella durmiente que posee la ciudad. Con Hanna y sus hermanas, Woody Allen nos permitía que el arquitecto Sam Waterston distrajera a sus dos muchachas en "actitud de disponibilidad" a recorrer los edificios más hermosos de esa arquitectura que has descrito perfectamente: lo que se cuida en una sociedad con historia breve. Y "El manantial", en su fondo reaccionario surgido de las entrañas de Ryan, se encontraba a un Gary Cooper defendiendo la anatomía de la ciudad altiva, la estatura implacable y babeliana de los edificios, la envergadura del tiempo petrificado izándose hacia el cielo. Hemos comido en restaurantes con todos los sabores: la comida rápida con la Nolte es invitado por la millonaria Streisand, o los restaurantes de menú carísimo, donde (de la mano de los Cohen), un Clooney que rompe las grietas neuronales de mis amigas come junto a una Catherine Zeta-Jones en cuyas inmediaciones sollozan las neuronas de mis amigos. Hemos visto sus calles nocturnas con De Niro conduciendo un taxi día y noche, rebelde en busca de una causa que encuentra rescatando a Jodie Foster (aunque el rescate sea el de su misma vida). Hemos caminado con Borgnine gordo, feo, bondadoso y de vida en tedio, haciendo que los Martys se convirtieran en alguien importante por primera vez en la entrega de un Oscar, lejos de las Scarlett O'Haras o los Charlton Heston...o incluso de los heroicos submundos del "waterfront" de Brando. Nos hemos vuelto locos con los psicópatas de Ellis, en una metáfora que hace imaginario el crimen como hace ficticio el éxito. Hemos acechado la belleza imposible de una voz cantando Moon River en una escalera de incendios, aprendiendo que podía amarse solamente a través de la ternura, dejando que la pasión se tamizara a través de esa atracción inicial, mientras los ojos de Audray Hepburn nos encharcaban la pantalla. Y hemos desembarcado contigo, o a través de ti, como lo hicieron tres bailarines con traje de primera comunión, cantando: "New York, New Yok, what a beautiful town..."
Besos
Ferran
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