miércoles, 24 de diciembre de 2008

FELIZ NAVIDAD

No es tan malo felicitar las fiestas, ni reunirse con los amigos, ni siquiera tener fecha fija para la reunión familiar. No es malo desear algo bueno a los que se quiere, ni acordarse de ellos, ni echar de menos al que no está. Lo malo son las prisas, la obligación de felicidad, la alegría ligada al consumo. Todo lo demás, es la infancia, el tiempo sin tiempo, largas mañanas de invierno y cálidas noches. A todas y todos los que quiero -que afortunadamente son muchos-, Felicidades.

TÓPICOS DE NUEVA YORK (Y 3)



Empecé hablando del lenguaje universal del arte y acabé hablando de la inmigración. Retomo el hilo del discurso. Solo nos salva de ser extranjeros el lenguaje universal de ciertas artes y, por desgracia, no la literatura, ni el teatro, ni el cine –aunque sus imágenes nos compensen. Nueva York sigue siendo la capital de los movimientos artísticos. No hablo de sus cuidados museos, ni de sus maravillosas galerías, sino de todo un vivero de actividades, de movimientos que resultan contagiosos. Si te paseas por la calle Sullivan en sábado y domingo podrás ver exposiciones callejeras que harían palidecer de envidia a muchos de nuestros pintores. Pero es el mundo de la música el que me ha fascinado.
Nuestro apartamento estaba situado en Bleecker Street (esquina Sullivan y MacDougal). Sin saberlo nos habíamos instalado en el centro de los clubs de música en vivo de la ciudad. Por el módico precio de 5, 10 o 15 dólares, se te abrían las puertas de alguno de los mejores garitos de Nueva York. En el mítico “The Bitter End”, -donde comenzaron su carrera Bob Dylan y Patty Smith, entre otros-, cada noche actuan cuatro o cinco grupos de todo tipo de estilos, especialmente rock americano. A su lado el “Terra Blues” te ofrece grupos de esta modalidad. “Back Fence” es el rey de los songwritters; el mítico “Blue Note” se dedica al jazz con sello propio. Hay muchos otros locales, abundan los grupos dedicados a versiones, no de grandes éxitos, sino de buenas canciones como el “Café Wha”, “Red Lyon” o el algo más discotequero “Poisson Rouge”, donde, sin embargo, pude ver una extraordinaria actuación de bluegrass. Si quieres actuaciones más conocidas, algo más lejos, en el Bowery Ballroom, tienes una oferta espectacular.
La cercanía de estos garitos nos hizo entablar una familiaridad inesperada. Bajábamos a escuchar música a todas horas con cualquier pretexto. Había músicos jóvenes y viejos. Vi transfigurarse en escena a muchos de ellos: un tímido gordito se revelaba como un batería excepcional, un hombre mayor de cara ajada y antipática, se convertía en un showman en escena, una veinteañera exuberante tocaba el violín como los ángeles, un jovencísimo cantante dominaba cinco instrumentos. Es un arte sin edades y sin límites. La mezcla de toda la música europea, de irlandeses, italianos, polacos, con los ritmos africanos, latinos, hindúes, han operado una base musical que parecen haber aprendido sin esfuerzo. La música se contagia, se entiende, dialoga entre si, de alguna forma que no conocemos. La creación surge del cambio y del contagio, nada que permanece inmutable puede generar nuevos frutos, -me digo a mi misma.

TÓPICOS NUEVA YORK 2


Los aficionados a la literatura y, en general a todas las artes que tienen relación con las palabras, pensamos que es una patria común. Sin embargo, cuando atravesamos las fronteras nos damos cuentas de que, en general, vivimos en una tierra prestada. Muy cerca de nuestro apartamento en Nueva York , Philip Roth celebraba una entrevista-diálogo con el público -un género al que son muy aficionados los americanos- y a la que hubiera sido inútil asistir porque nuestro dominio del idioma no da más que para conversaciones existenciales -¿dónde? ¿cuándo? ¿cuánto? ¿porqué?-. Sin embargo, el resto de las artes no tienen fronteras. La arquitectura, en su silencio, cuenta la historia de las ciudades, sus triunfos, sus derrotas, sus cicatrices. En Nueva York la historia se cuenta trompicones, a impulsos inconexos que, con el paso del tiempo ha adquirido una gramática común.
La zona cero ha sido piadosamente clausurada para que nadie vea el terrible costurón del imperio. A pocos pasos se levanta la primera catedral del mercantilismo mundial, Woolworth y poco más allá, en una calle que no es más ancha que una callecita provinciana, se levantan los edificios de Wall Street. Junto a sus innumerables puestos de comida, viendo entrar y salir a los conocidos broker, te preguntas si realmente allí está el resorte de la economía financiera mundial. En algunos de los edificios que admiras, como el Lipstick, se gestaba el monumental fraude de Madoff, unas calles adelante el soberbio edificio Citigroup anuncia el despido de más de 50.000 trabajadores. Desde los altivos rascacielos sube una exigencia de dinero público con la amenaza de derrumbarse sobre la ciudad. Mientras te acercas –a cada paso más bello- al edificio Chrysler, te preguntas si estás viendo el principio y el final de esta historia, del sueño americano de la prosperidad infinita, de la ganancia ilimitada, de la altura inconcebible…Abajo la multitud, - que no es masa, sino singular, particular, individual, diversa- te ofrece un discurso opuesto a las cúpulas que acabas de visitar. Los pequeños comercios, las minúsculas cafeterías, disputan incluso los espacios del urbanismo más exclusivo. Contemplan con indiferencia las peticiones de ayuda al sector automovilístico, porque en su mayoría ni tienen ni quieren coche. Se desplazan en metro y, sobre todo, a pie. Son los que menos energía consumen y derrochan de Norteamérica, han conquistado espacios públicos y jardines por toda la ciudad y son tremendamente partidarios del gasto social. Casi el cuarenta por ciento de sus habitantes han nacido fuera, por eso no llaman a nadie forastero, y se dicen neoyorkinos al poco tiempo de vivir aquí. Mientras el gobierno socialista en nuestro país aprueba nuevas medidas para hacerle la vida imposible a los que han venido a nuestra tierra, pero seguimos pensando que ellos son los altivos y nosotros los solidarios...