Se leía en las miradas de todos los familiares que habían acudido a la modesta ceremonia: esa boda no podía salir bien. Aunque los novios disimulaban sus años bajo el traje formal y el maquillaje, eran dos niños ante el altar. Ella acababa de cumplir quince años y él poco más. Eran dos chiquillos alocados, alegres, que el día de su boda estaban inusualmente serios, como si los padres los hubiesen aleccionado.
Nadie quería esa boda que pensaban forzada por las circunstancias, solo ellos, pero no les gustó la ceremonia, “un simple trámite para estar juntos –se dicen”. Ella tuvo que pedir prestado el traje de novia, y aunque era precioso, -con unas largas mangas de campana que le daba un toque de princesa medieval- , no es el suyo, no lo ha elegido, no lo podrá guardar en el armario como recuerdo perenne. El traje del novio también es prestado, pero a él no le importó demasiado. Había un cierto aire de reproche en el ambiente, un clima que no se despejaría siquiera en la celebración que tendría lugar en una nave cerca de una vaqueriza.
Después vinieron las hijas, el esfuerzo por salir adelante desde la nada, la mano tendida a todos los problemas familiares, la casa abierta a cualquier caminante, un manantial de bondad natural, sin artificios.
Hace algunos días han celebrado la boda que no tuvieron. La prepararon con todos los detalles posibles: traje de novia, cuidadísimo salón de bodas, aperitivo y cena, tarta y baile nupcial. Lo que en otras bodas es convención y protocolo insufrible, tenía en este caso un sentido opuesto, una simetría que ajustaba cuentas con el tiempo. Como siempre, llegamos algo tarde a la ceremonia y nos quedamos en la puerta. Muchos de los invitados ocultaban las lágrimas. “¿Por qué llorais? –les pregunté. “Cosas del pueblo, del camino andado, del dolor, de la felicidad–podrían haberme contestado-. Tú no lo entenderías”.
Miro una foto de los dos cuando apenas tenían quince años. Están recostados y sonrientes. Hay en sus cuerpos adolescentes la extraña intimidad de quienes han encontrado su lugar secreto para siempre. Miran a la cámara riéndose del tiempo, seguros de ganar su apuesta.
Nadie quería esa boda que pensaban forzada por las circunstancias, solo ellos, pero no les gustó la ceremonia, “un simple trámite para estar juntos –se dicen”. Ella tuvo que pedir prestado el traje de novia, y aunque era precioso, -con unas largas mangas de campana que le daba un toque de princesa medieval- , no es el suyo, no lo ha elegido, no lo podrá guardar en el armario como recuerdo perenne. El traje del novio también es prestado, pero a él no le importó demasiado. Había un cierto aire de reproche en el ambiente, un clima que no se despejaría siquiera en la celebración que tendría lugar en una nave cerca de una vaqueriza.
Después vinieron las hijas, el esfuerzo por salir adelante desde la nada, la mano tendida a todos los problemas familiares, la casa abierta a cualquier caminante, un manantial de bondad natural, sin artificios.
Hace algunos días han celebrado la boda que no tuvieron. La prepararon con todos los detalles posibles: traje de novia, cuidadísimo salón de bodas, aperitivo y cena, tarta y baile nupcial. Lo que en otras bodas es convención y protocolo insufrible, tenía en este caso un sentido opuesto, una simetría que ajustaba cuentas con el tiempo. Como siempre, llegamos algo tarde a la ceremonia y nos quedamos en la puerta. Muchos de los invitados ocultaban las lágrimas. “¿Por qué llorais? –les pregunté. “Cosas del pueblo, del camino andado, del dolor, de la felicidad–podrían haberme contestado-. Tú no lo entenderías”.
Miro una foto de los dos cuando apenas tenían quince años. Están recostados y sonrientes. Hay en sus cuerpos adolescentes la extraña intimidad de quienes han encontrado su lugar secreto para siempre. Miran a la cámara riéndose del tiempo, seguros de ganar su apuesta.
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