sábado, 14 de mayo de 2011

El juego de la silla

Este es el artículo semanal de El País Andalucía:


Se parece al juego de la silla, pero no lo es. Los jugadores participaron en el reparto hace treinta años y desde entonces conservan sus asientos. Lo que varía desde entonces es el número que obtiene cada equipo, pero no se permite que nadie más entre en el juego. Por el contrario quienes pierden todas las sillas nunca vuelven a recuperarlas, de forma que las opciones han quedado reducidas a dos o tres, con la única excepción de algunas anomalías territoriales.
No me estoy refiriendo al tiempo de permanencia en los cargos públicos sino al bloqueo que los actuales dueños de las sillas ejercen para que sea imposible cualquier cambio, cualquier novedad en el escenario político.
En teoría, un grupo de ciudadanos puede fundar un nuevo partido político y presentarse a las elecciones. El procedimiento es simple y la inscripción tiene pocas dificultades y costes. Sin embargo, una vez superados los trámites legales vienen las dificultades reales. La nueva formación no dispondrá de ningún tipo de financiación,  ni tendrá ninguna facilidad para el uso de los recursos públicos. De forma especial, se evitará que tengan acceso alguno a los medios de comunicación.
Me enseñaron que la esencia de la democracia no era el poder de la mayoría ni siquiera la existencia de parlamentos. De hecho, hay multitud de dictaduras o de organizaciones no democráticas que apelan a su mayoría social o tienen parlamentos uniformes. No. Lo que define especialmente la democracia es el respeto a las minorías y la existencia del pluralismo político y social. Lo que forma parte esencial de este sistema es la posibilidad de que las minorías de hoy,  puedan ser mayoría en el futuro.
Sin embargo, en España –también en otros muchos países- es prácticamente imposible el surgimiento de nuevas formaciones políticas. Tan solo han alcanzado cierto éxito algunas candidaturas independientes de carácter local -que en su mayoría abominan de la política y se agrupan por intereses concretos más o menos legítimos-, y el partido de Rosa Díez,  con ciertas características y apoyos que merecería la pena analizar en otro momento.
Mientras que en todas las actividades sociales se han producido grandes cambios y aportaciones, curiosamente en la política, las grandes corrientes de pensamiento se mantienen inalteradas. Si un español que hubiera vivido en 1930 visitara el presente, seguramente no reconocería su propia ciudad ni comprendería las nuevas formas de vida o de comunicación, pero entendería rápidamente el sistema político: derecha, socialistas, comunistas y nacionalistas. Punto y final.
Por si acaso el sistema no estuviera lo suficientemente cerrado, se adoptan disposiciones como la ley D´Hont o los límites electorales del 5 por ciento necesarios para participar en las instituciones. No hay inocentes en estas triquiñuelas electorales. Todos los que obtuvieron sillas en la transición han participado, de una forma u otra, en alguno de los límites que tenían como objetivo cerrar la posibilidad de nuevos concursantes.
La última de las limitaciones impuestas rozan el límite de lo patético. Se trata de que la información electoral se realice, tan solo para los partidos de las sillas, y con un milimétrico reparto de tiempos que afectan incluso a los tiempos de los debates en las televisiones. Tras el éxito de las ruedas de prensa sin preguntas, se han estrenado urbi et orbe los espacios electorales sin criterio informativo. Los profesionales de los medios han protestado amargamente. Dicen que esta resolución es un estado de excepción encubierto y que acaba con el periodismo. Sólo encuentro cierto parecido a la información que se nos suministra en las guerras, en las que el material es supervisado por los altos mandos militares y los periodistas se convierten en soldados “empotrados” en cada uno de los ejércitos que participan en la contienda. Con razón Clausewitz afirmaba que “la política es la continuación de la guerra por otros de medios”: los de comunicación.