Ser parte de una familia numerosa tiene sus inconvenientes, no creáis. Hay una serie de obligaciones no escritas, una especie de superego colectivo que tiene sus costes y sus culpabilidades.
- ¿Vendrás a ver a Bob Dylan?
- Pues no lo sé. Tengo cosas que hacer… además ya lo hemos visto otras veces…
- Si, pero es en Jaén.
- Ya, es verdad…
Y es que escuchar estas tres palabras en la misma frase (Bob, Dylan, Jaén) hubiera colmado nuestros sueños de adolescentes. Todavía no nos hemos repuesto del shock del binomio REM+Maracena, Bruce Springsteen+Granada ( casi nunca Sevilla porque a los programadores esta ciudad debe rimarles únicamente con Operación Triunfo y los sones del flamenco fusión). En fin, como quiera que en nuestra familia la adolescencia es territorio sagrado, se supone que habría que abandonar cualquier dedicación y lanzarse a toda velocidad a la cola del concierto de Bob Dylan en Jaén.
Sin embargo, a la hora en que está a punto de empezar, en que las reventas empiezan a bajar vertiginosamente sus precios, yo estoy sentada aquí, frente al ordenador, traicionando la obligación familiar, eludiendo los ritos que nos mantienen unidos. No voy a vivir la alegría infantil de mis hermanos antes del concierto. No voy a confundir a Bob Dylan con un teclista durante la mitad de la actuación, no voy a fascinarme con los músicos que lo acompañan, no voy a fruncir el ceño por ese ronroneo rasposo en el que se ha convertido la voz de Bob, no voy a discutir con mi hermano sobre el magisterio de Dylan sobre la música mundial, ni me va a criticar por preferir el directo (alucinante) de Bruce Springsteen, no voy a enfadarme porque el amigo Bob no quiere cantar ninguna canción de las que nos sabemos, ni voy a poner cara de póquer cuando nos obsequie con unos acordes que podrían ser los de “Blowing in the wind” o “Like a rolling stone” o quién sabe cuál porque el “genio” no quiere encasillarse. Pero, a pesar de todo, voy a echar de menos a mis hermanos, a Jaén, al despectivo Dylan y a los amigos que hoy cumplirán el viejo sueño, aunque quizá asistan a una elipsis de su ídolo, una aparición fantasmal, una especie de metaconcierto esencial, pero desprovisto del dolorido sentir de su juventud.