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Caminaban, eternamente por Londres. Se detenían en los pubs, ante una enorme pinta de cerveza, pero todo ocurría en un paréntesis del tiempo. Ella respondía, hablaba, miraba, pero no estaba.
- Escucha qué música tan fantástica – le decía él.
- Si. Es verdad –repondía ella, haciendo un gesto mecánico como de apartar una sombra imaginaria ante sus ojos, un gesto recién aprendido y extraño.
Una mañana entraron en el British Museum. Atravesaron el enorme patio de acceso acristalado. Ella contempló con indiferencia esculturas y sarcófagos egipcios. Pasaron a otra sala de utensilios y esculturas griegas. Acercaba su cara al cristal pero, era evidente que su vista no enfocaba ningún objeto preciso. Tras atravesar otras salas, llegaron al espacio en el que se encuentran los frisos del Partenón. Después de unos minutos de indecisión, sus ojos se abrieron completamente. Se acercaba a cada una de las figuras. Se retiraba. Jamás había visto algo tan corpóreo, tan preciso, y sin embargo tan alado. El relincho del caballo, con la sola presencia de su testa, atravesaba triunfante los siglos, desde Miguel Ángel hasta el Gernika. Las figuras humanas, algunas de ellas sin cabeza, sin brazos, desprendían una fuerza y una vitalidad difícil de explicar con palabras. Era un mundo inmortal, a fuerza de ser humano.Y ella empezó a encontrar algunas respuestas.