domingo, 12 de septiembre de 2010

¿Aprobarías el bachillerato?


Aquí coloco el artículo de esta semana en El País Andalucía, aunque no apareció en la edición digital:

Me había prometido que de este curso no pasaba y voy a cumplirlo. Desde aquí lo aviso: llevo en el bolso una arma de destrucción masiva de la propaganda infundada sobre el bajo nivel de exigencia de la enseñanza pública. He recopilado los exámenes de septiembre (algo menos exigentes que los de la convocatoria ordinaria) de dos cursos, segundo de ESO y primero de Bachillerato, y a todo aquel que me diga que la enseñanza es un auténtico coladero sin nivel ni contenido le propondré aprobar los exámenes de alguno de estos dos niveles.

Les he dado a escoger a algunos amigos qué prueba querían realizar y, por supuesto, han elegido primero de Bachillerato. A pesar de eso, he insistido en que antes tenían que superar la denostada ESO. Cuando he empezado a disparar preguntas, algunos han sonreído con suficiencia y después se han trastabillado en preguntas fáciles, como los cambios químicos de la materia, las ecuaciones de segundo grado, las funciones del lenguaje o las distintas perspectivas en la pintura. Les he insistido en que se trataba solo de aprobar pero, aún así, han sacudido la cabeza, han gastado alguna broma y no han querido proseguir el examen. Todavía no he conseguido hacer la prueba del Bachillerato, pero barrunto que será revelador someter a estos exámenes a todos aquellos que proclaman que las exigencias del sistema educativo son ínfimas. Quisiera verlos debatirse en la lógica aplicada, la interpretación de textos complejos, las aportaciones de Guillermo de Ockham, la crisis del segundo imperio o el funcionamiento celular...

Hay un oscuro interés por desprestigiar el sistema educativo, por confundir los términos del debate y por convertir en regla general las excepciones. Con respecto al Bachillerato resulta aún más curiosa la contradicción entre la opinión negativa respecto a sus contenidos, y la que mantienen los padres que tienen hijos en esta fase de sus estudios. Mientras que la opinión general insiste en la baja cualificación, esfuerzo y contenidos, los padres afectados pueden comprobar la dureza, la densidad de los contenidos y el esfuerzo requerido para conseguir superar los dos cursos.
Curiosamente, aquellos que denuncian con mayor ahínco el fracaso escolar en el Bachillerato, se han opuesto con rigor a flexibilizar, no los contenidos, sino las oportunidades de los jóvenes para conseguir esta titulación.
El Bachillerato ha sido el eslabón más débil de la cadena educativa. La dificultad y densidad de sus contenidos junto a los cantos de sirena de las ganancias fáciles para los jóvenes en trabajos de baja cualificación durante los años de desarrollismo feroz, han amenazado seriamente estos estudios que, desde mi punto de vista, le dan a un país un plus de ciudadanía, de civismo y de cultura.
Cuando el Ministerio de Educación intentó reformar la normativa para que el Bachillerato pudiera cursarse en tres años, con la idea de evitar que miles de jóvenes abandonaran las aulas sin pasaporte a carreras de grado medio o superior, la Federación Española de Religiosos de la Enseñanza -con el amparo político de la derecha española- recurrió la orden y consiguió que el Tribunal Supremo anulara la medida. Al parecer, su sentido acusado del negocio educativo les hizo temer pérdidas económicas para la enseñanza privada. El Ministerio por su parte, anunció que resolvería el tema con urgencia por otras vías, cuestión que ha olvidado por completo el aclamado ministro actual.
Estas son algunas de las razones por las que me estremecen las promesas de cambio educativo que anuncia el PP, porque se niegan a analizar los factores sociales que acompañan al sistema educativo y bajo la bandera blanca de la cultura del esfuerzo esconden la exclusión social, la privatización de la educación y el elitismo del anterior sistema, hasta el punto que parecen regodearse con los malos resultados, como si el fracaso de los jóvenes les confiriera una victoria imaginaria a su generación, en la que el simple hecho de ser estudiante era ya un distintivo de clase social.