sábado, 17 de julio de 2010

Cataluña y Andalucía


No es una lectura muy recomendable la sentencia del Tribunal Constitucional (TC), un tocho de 881 páginas, pero cuando se ha sido ponente del Estatuto de Autonomía de Andalucía crees tener la obligación de leerla, analizar sus consecuencias para Andalucía y buscar las pistas sobre el futuro del estado autonómico.
Mi lectura ha sido a esa luz, intentando poner algo de distancia con el debate específicamente catalán. Creía que el TC iba a realizar su exámen en términos estrictamente jurídicos pero para mi sorpresa el análisis del articulado tiene escaso rigor mientras se han explayado en los aspectos más políticos y simbólicos del Estatuto hasta el punto de que gran parte de la sentencia más bien parece un informe político de los viejos tiempos. Este es el caso de su larga disquisición sobre el término nación. Una vez afirmada en la sentencia que el preámbulo carece de valor normativo no tenía el menor sentido hacer tan prolija, contradictoria y discutible teoría sobre las naciones si no era para contentar a una parte de sus miembros. El TC parece desconocer que existen en el mundo cientos de naciones sin estado y se deslizan a una interpretación de la constitución según la cual es incompatible el término de nación con la unidad del estado español, tesis en la que curiosamente vienen a coincidir con los soberanistas más radicales.
Pero, lo más preocupante de la sentencia es el evidente menosprecio a la legislación autonómica y a los procesos de elaboración de los estatutos. Ya lo han apuntado algunos acreditados juristas: han tratado los estatutos de autonomía como una simple ley autonómica cuando la tramitación de estas leyes es un pacto bilateral (aunque les duela) entre una comunidad y el Estado, elaborado y aprobado por las Cortes Generales. Por ello, no puede afirmarse que ningún estatuto se atribuye unilateralmente competencias del Estado ya que estas han sido minuciosamente debatidas y acordadas en la ponencia conjunta Estado-Comunidad Autónoma. Es preocupante que el TC no sólo le reste eficacia jurídica al preámbulo del Estatuto sino que afirme respecto a varias decenas de artículos que no tienen más valor que un puro desideratum de la comunidad autónoma que el Estado no tiene por qué respetar. Por eso es más preocupante la interpretación que hace de numerosos artículos del estatuto que las 14 modificaciones, porque lo primero viene a poner en solfa cualquier avance en el estado autonómico.
Una gran parte del texto contiene un concepto jurídico normativo absolutamente centralista, cuando apela a la jerarquía normativa del Estado respecto a las comunidades autónomas. Precisamente el Estado de las Autonomías y el funcionamiento de las instituciones se basa en que cada uno ejerce su primacía sólo en las materias de su competencias y que ningún gobierno autónomo, por ejemplo, puede decidir sobre el alumbrado público de un pueblo aunque jerárquicamente se trate de una institución superior.
La sentencia viene a decirles a las comunidades que sus poderes son transitorios, los compromisos adquiridos por el Estado en los estatutos carecen de validez y la supremacía normativa corresponde en todos los casos a la instancia superior. Por eso, aunque la sentencia no afecte formalmente al Estatuto de Autonomía de Andalucía temo por el Guadalquivir, por nuestras competencias, por los fondos de nivelación, por un modelo de financiación justo y solidario para Andalucía porque, estricto sensu, con esta sentencia en la mano, cualquier avance en materia competencial, de derechos o de financiación serán solo deseos que no vinculan al Estado.
Y lo que es peor, con esta lectura esclerotizada de la Constitución, no sólo abren un foso entre la Constitución y Cataluña, sino que resucitan el fantasma del viejo estado centralista frente a un renovado modelo autonómico que, pese a sus defectos, ha sido el que ha permitido mayores avances y unidad de la historia española.



Este es el artículo está publicado en El País Andalucía,

sábado, 10 de julio de 2010

La calor






Ocurrió mucho antes de que tuviésemos la obligación de divertirnos en vacaciones, cuando todavía no nos sentíamos desgraciados por haber pasado el verano en la misma casa, en la misma calle, con los mismos amigos; cuando las vacaciones no significaban nuevas obligaciones. Pasó cuando, a la vuelta del verano, no teníamos que exhibir ante los demás un catálogo de ciudades y de desplazamientos, ni marcábamos en un fusil imaginario la muesca de cada ciudad conquistada. Entonces fue cuando nos enamoramos del verano, de su minuciosa lentitud, de gozar ese tiempo extendido en el que la historia se detenía y el reloj de las horas se volvía desigual, daliniano, con remansos oscuros.

Aprendimos a amar el verano con las siestas forzosas, el silencio impuesto y la imagen infantil del cuarto a oscuras, tan solo atravesado por las rayas horizontales de los resquicios de las persianas que proyectaban los que ocurría en la calle, los pasos lentos de algún viandante o de algún coche. Unas tardes de cámara oscura, en el que el “yo” se proyectaba hacia fuera y el mundo dentro, como el juego de sombras de la torre Tavira. Amabas, en el verano, la carne jugosa de frutas deliciosas, comenzando por la humilde sandía, que te sumergía el rostro en rojo coral y en frescor.
Te sedujo del verano, la libertad de las horas, el empezar realmente la jornada cuando el sol se pone y la ocupación de las calles hasta la madrugada, desde la terraza de los bares hasta la hamaca en la puerta de la casa. Te gustaba la aventura de acompañar a tu madre a dormir en la azotea, en el jardín o en los lugares más insólitos de la casa donde el aire corría a veces y te prodigaba una furtiva caricia.
Te parecía un tiempo de libertad en el que se instalaba en las conciencias una relajación de costumbres, de horarios, de alimentos que contradecían el austero invierno. Se trastocaban las horas de entrada y de salida, se relajaban las prohibiciones y excepto no molestar en la sagrada siesta, todo estaba permitido. Te atrapó, definitivamente, el olor de jazmín, la dama de noche, la albahaca; unos aromas que si las almas tienen sentidos, llevamos dentro desde la infancia.
Pasado el tiempo, el verano te enredó con nuevos placeres: ese breve espacio, a primeras horas de la mañana, en el que el aire es todavía suave y te sientes ligero. Un tiempo que se disfruta en soledad, con un libro en la mano o con el diálogo imaginario con algún ser querido. Las mañanas que engañan, que no te anuncian la batalla inmediata que comienza y que alcanza su culmen al mediodía, cuando los viandantes, pegados a las sombras que proyectan las paredes, parecen espíritus en fuga.
Mucho antes de que los aires acondicionados acentuaran la intolerancia al calor, cuando viajábamos a pleno sol con las ventanillas bajadas, todavía amábamos el verano y nos gustaba conducir de noche, ir al cine de verano, mirar al cielo y ver caer las estrellas.
Los que todavía amamos el verano, más que el calor sofocante, recordamos la sombra, la oscuridad amena, el frescor que respiraban las casas a última hora de la tarde, el riego que, tras una vaharada de calor, producía una temperatura ideal, la que nunca hemos podido programar ni en el aparato de aire acondicionado más sofisticado. Pero lo que nos sigue fascinando es esa sensación de infinitud, de tiempo sin tiempo, de eternidad, que nos ofrece esta estación.
Lo que no quiere decir que no nos quejemos, sobre todo cuando llegar la calor, más fiera y persistente que su congénere masculino. Apuraremos el día con la esperanza de que amaine, regatearemos irnos a la cama y nos asomaremos al balcón, a la terraza, al patio, con la cabeza levantada, la vista al cielo, la boca entreabierta como en una plegaria. Será el momento de elegir entre dormir con las sábanas calientes, y alguna caricia esporádica de una brisa perdida, o encender el aire acondicionado y dormir en ese país extraño sin sueños.



Si quieres verlo en la edición original pincha aquí, el País Andalucía

sábado, 3 de julio de 2010

Un modesto regalo


Artículo publicado en El País Andalucía:

En los días finales de curso, el instituto ha cambiado de aspecto. Los pasillos están deshabitados y los estudiantes se agrupan en corrillos a la entrada. Algunos asaltan a los profesores para presionarlos una última vez antes de la evaluación. Piden algún punto más para la nota de corte de la carrera que quieren cursar, o mendigan un aprobado imposible de última hora. Hay un grupo de estudiantes agazapados en la conserjería. Llevan un gran ramo de flores y un pequeño paquete de regalo.
- ¡Ya llega! –avisa el que vigila la entrada.
El grupo corre a esconderse en un aula cercana, mientras el vigilante corta el paso a la profesora
- Que te está buscando el director para un tema urgente.
La profesora cruza la recepción y entra en el aula que le ha señalado. Al abrir la puerta se encuentra de frente con un enorme ramo de flores acompañado de unos gritos repetidos de sorpresa. Ha cogido el ramo con el cuidado de quien toma un niño en sus brazos. Los alumnos se empeñan en que abra rápidamente el paquete, del que saldrá una pulsera plateada.
- ¡Vaya…! No me lo esperaba... Gracias… Muchas gracias.
Los alumnos se han arremolinado a su alrededor y le ayudan a ponerse la pulsera, que tintinea entre sus dedos. Ella siente deseo de abrazarlos, pero apenas si roza la cresta de alguno de ellos.
- No voy a olvidaros –les dice a modo de despedida.
Un pequeño grupo la ha acompañado hasta la sala de profesores, sus cuerpos muy cercanos al de ella pero sin apenas decir nada.
- Nos vemos el próximo curso –les dice en la puerta.
- ¡Ojalá! –contesta una de las chicas, con la cara enrojecida.
Ha entrado en la sala como quien vuelve victoriosa de una batalla. Deja el ramo de flores sobre una estantería y se entretiene simulando que busca un papel importante. Recuerda que en el inicio de curso, todos los profesores, incluido ella, habían pedido los mejores niveles. El ramillete de chavales de bajo nivel académico en el que se mezclaban repetidores, alumnos con problemas sociales, de comunicación o simples fracasos ocasionales le fue adjudicado a última hora para compensar otros niveles más avanzados. Durante la mitad del curso discutió día tras día para imponer unas normas que permitieran el desarrollo de la asignatura. Unas veces pensaba que la odiaban, otras que la ignoraban y muchas veces que simplemente se aburrían. Poco a poco había conseguido que la clase se desarrollara con normalidad y, además, de la asignatura, solían hablar de temas de la vida cotidiana. Algunos de ellos contaban problemas y preocupaciones realmente pavorosos. Muchas veces la profesora se había quedado sin palabras. ¿Qué decir cuando palabras como “familia”, “padre”, “amigos”, lejos de asociarse al amor y la protección, solo señalan soledad, abandono y conflicto? ¿Qué argumentar cuando sólo el hecho de asistir a clase, sorteando dificultades, supone un esfuerzo supremo?
Por eso, siente una profunda indignación ante el crecimiento de la ola segregacionista en las aulas: los buenos y los malos; los fracasados y los exitosos, los listos y los tontos. Se pregunta si no es un atropello ético y un tremendo cinismo llamar fracasados a niños de apenas trece años que se han encontrado la vida cuesta arriba desde que nacieron. Más que llamamientos al esfuerzo necesitan tener, quizá por primera vez en su vida, apoyo, esperanza, confianza en sus posibilidades por muy ocultas que estén.
Una sociedad demuestra sus valores y su conciencia democrática cuando hace realidad la igualdad de oportunidades, cuando consigue alzar desde el suelo a los más humildes. Un milagro que se consigue cada día en la enseñanza pública, cargada de problemas sí, pero llena de sentido y de utilidad social. Por eso, me van a entender especialmente los profes de “la diver”, de los PCPI, de las agrupaciones flexibles que sonríen al finalizar el curso y colocan emocionados, en una especie de altarcillo, las flores y los modestos regalos que les entregaron al final de curso.