¿Cuándo se rompen, en realidad, los sueños de la juventud? ¿En qué justo momento hemos dejado de ser “especiales” para doblegarnos ante las convenciones sociales?
¿Es posible escapar del inevitable vacío de la vida?
Ayer fui a ver Revolucionary Road, una película que trata de todo esto, de la infinita tristeza que producen los bienes materiales cuando por dentro se consume el escaso fuego que alimentaste en tu juventud. Si no te gustaron títulos cinematográficos como “Las horas” o “American Beauty” es mejor que no vayas a verla, sin embargo si te gusta ese discurrir del tiempo, de espacios que se cierran, de diálogos que superan las palabras, esta es sin duda tu película de la temporada.
No es, como se ha dicho, un relato costumbrista de los años 50, de su ferocidad, de la condena doméstica de las mujeres. Es un film que habla de nuestros sueños y de nuestra cobardía a la hora de afrontarlos, de la infinita soledad que nos atraviesa.
Hay, en la película, una escena que me cortó la respiración. Tras una bronca descomunal entre Frank y April, la mañana amanece tranquila. Ella prepara el desayuno y se muestra complaciente y atenta con su marido. Hay algo inquietante en esa perfección doméstica, en el cuidado orden de la casa, en el manejo de los objetos cotidianos. Él apenas se atreve a buscar una explicación para este cambio repentino. Contiene su alegría, el temor, la inseguridad que todo esto le provoca. Teme decir o hacer algo que rompa el hechizo de esa repentina normalidad, anhela que todo sea real, que no se quiebre de pronto en mil pedazos. Se trata, sin embargo, de una de las despedidas más tristes de la reciente historia del cine.
En contra de los finales esperanzados, la película muestra que no siempre tendremos París, que Paris se pierde cuando abandonamos nuestros sueños y nos sumergimos en la tibia rutina de aquello en lo que no creemos.
¿Es posible escapar del inevitable vacío de la vida?
Ayer fui a ver Revolucionary Road, una película que trata de todo esto, de la infinita tristeza que producen los bienes materiales cuando por dentro se consume el escaso fuego que alimentaste en tu juventud. Si no te gustaron títulos cinematográficos como “Las horas” o “American Beauty” es mejor que no vayas a verla, sin embargo si te gusta ese discurrir del tiempo, de espacios que se cierran, de diálogos que superan las palabras, esta es sin duda tu película de la temporada.
No es, como se ha dicho, un relato costumbrista de los años 50, de su ferocidad, de la condena doméstica de las mujeres. Es un film que habla de nuestros sueños y de nuestra cobardía a la hora de afrontarlos, de la infinita soledad que nos atraviesa.
Hay, en la película, una escena que me cortó la respiración. Tras una bronca descomunal entre Frank y April, la mañana amanece tranquila. Ella prepara el desayuno y se muestra complaciente y atenta con su marido. Hay algo inquietante en esa perfección doméstica, en el cuidado orden de la casa, en el manejo de los objetos cotidianos. Él apenas se atreve a buscar una explicación para este cambio repentino. Contiene su alegría, el temor, la inseguridad que todo esto le provoca. Teme decir o hacer algo que rompa el hechizo de esa repentina normalidad, anhela que todo sea real, que no se quiebre de pronto en mil pedazos. Se trata, sin embargo, de una de las despedidas más tristes de la reciente historia del cine.
En contra de los finales esperanzados, la película muestra que no siempre tendremos París, que Paris se pierde cuando abandonamos nuestros sueños y nos sumergimos en la tibia rutina de aquello en lo que no creemos.