sábado, 22 de noviembre de 2008

EL DÍA QUE MURIÓ FRANCO


Cuando murió Franco yo era excesivamente joven, si es que se puede ser joven en ese grado. Creía que estudiar, aprender, leer era el privilegio de mayor rango. De hecho todavía lo pienso. Lo único que me desagradaba de la política era que me arrancaba de los libros; lo mejor, que me refrescaba con un azote de realidad que yo no había conocido.
Los días anteriores a su muerte, los mayores –y creía que entonces más avanzados- brindaron con champagne durante días por la muerte del dictador. Yo entonces no bebía nada pero sonreía ante sus esperanzas. Volvía pronto a casa cada noche, a las diez en punto, porque según los padres de esa época el sexo y la perversión asomaban sus ojos a partir de aquella hora invernal. Volvía a mi hora pero ajena. Mi padre rogaba para que todo siguiera igual, yo para que todo cambiara y se abriera un mundo nuevo.
Recuerdo la mañana de la muerte de Franco, llena de sonrisas y de complicidades. Inexplicablemente no ocurrió nada. Todo era un compás de espera, como si la historia se escribiera sola. Queríamos noticias, novedades, y solo nos llegaban chismes, conversaciones de salón disfrazadas de sesudos análisis políticos. En casa el miedo se había instalado y las normas se volvieron más rígidas. Mi esperanza, sin embargo, era mayor.
Durante meses nada sucedió. Los estudiantes hacíamos pintadas y carteles. Alguno moría en un “coletazo del régimen” que nos partía el alma. Pero, en general, el tiempo era de espera.
Un día tuvimos un acto en el Colegio de Doctores y Licenciados y un profesor, al que confesé mi decepción, me dijo:
· No te preocupes. Las cosas van a cambiar, pero con otro ritmo. Ya lo tienen todo decidido.
· ¿Quiénes?
· ¿Quién va a ser? La casa real… los americanos… Europa. Va a haber una reforma pactada.
Durante algún tiempo aquello me afectó mucho. La gente de la calle no contaba para nada, los principios innegociables caían al suelo. La vida no iba a cambiar, no iba a haber un estallido de color y libertad.
Hoy estamos perdiendo la memoria vital de esos años de la transición. Nos cuentan y falsifican la historia. No me gustan los documentales de dictadores moribundos, las crónicas detalladas de sus últimos días. Hay en ellas un fondo de humanidad que nos iguala, nos equipara. Aquel tiempo no tenía el color sepia con el que se emite. No había un rey con un fondo democrático.No era tampoco un episodio de Cuéntame. Era un tiempo contradictorio, de colores intensos. En blanco y negro sólo vivían los partidarios del régimen. El resto éramos color, fantasía y, quizá, -como apunta Ferrán- mucha ingenuidad.