Cuando cuento historias de mi familia los amigos me piden que las escriba. Les divierte esa forma de pensar tan divergente, absurda a veces, fuera del mundo en que se desenvolvieron los primeros años de mi vida.
No son, exactamente historias de mi pueblo sino de una clase ociosa, extinta, que nunca encontró su sitio en el productivismo al que se encaminaba el capitalismo pero que, lejos de combatirlo, crearon un mundo aparte sin muchas necesidades pero con apariencias de señorío. Son, en realidad, historias de Andalucía, de gente inadaptada a los cambios sociales. Restos de viejas aristocracias rurales que, a fuerza de dividir sus propiedades y de rendir culto al viejo principio de no trabajar, acabaron encerradas en sus sueños y ajenas al mundo exterior.
El último que me amenaza con publicar este rosario de anécdotas es el historiador Juan Ortiz Villalba con el que pude compartir ayer algunos momentos y lo encontré lleno de vitalidad, de afán de futuro, con un libro en sus manos que relata cómo la represión franquista contra las mujeres no solo tenía por objeto castigar sus ideas sino también hacerlas volver al redil del trabajo doméstico y del silencio. “Curiosamente, a las mujeres se les castigaba más por lo que decían que por lo que hacían. No toleraban que las mujeres pudieran tener voz”- me dijo.
A Juan Ortiz le fascinaron algunas historias de esas clases ociosas andaluzas. “Son restos de la hidalguía”y me amenazó con que si no las relataba, él las publicaría. Acababa de contarle que en mi pueblo los ricos advenedizos que habían hecho inmensas fortunas, invitaban un día de la feria a su caseta a toda la tribu de viejas glorias arruinadas de mi pueblo. La caseta de los ricos no era ni más lujosa, ni muy diferente a la de “los cristales” en la que pasábamos el tiempo los invitados, solo que era exclusiva y familiar. Recuerdo que un día, antes de la visita, mi padre nos advirtió: “Y recordad que en la caseta de los ricos, el jamón no está bueno”. No se refería, claro está, a la calidad del jamón, sino a que no debíamos impresionarnos, ni alabar, ni dejarnos seducir por lo que se nos ofreciera. Y entrábamos allí, sin ninguna disposición a dejarnos impresionar y sin permitirnos sentir ninguna envidia. He llevado siempre a gala ese sentimiento de no rendir pleitesía a los poderosos. Sin embargo Juan Ortiz tiene otra interpretación de la anécdota: “Viejos hidalgos -dice Juan- que no solo quieren demostrar su hidalguía, sino también señalar la ilegitimidad de los nuevos ricos”. ¡Ay, la historia…Cómo desacraliza la literatura!
No son, exactamente historias de mi pueblo sino de una clase ociosa, extinta, que nunca encontró su sitio en el productivismo al que se encaminaba el capitalismo pero que, lejos de combatirlo, crearon un mundo aparte sin muchas necesidades pero con apariencias de señorío. Son, en realidad, historias de Andalucía, de gente inadaptada a los cambios sociales. Restos de viejas aristocracias rurales que, a fuerza de dividir sus propiedades y de rendir culto al viejo principio de no trabajar, acabaron encerradas en sus sueños y ajenas al mundo exterior.
El último que me amenaza con publicar este rosario de anécdotas es el historiador Juan Ortiz Villalba con el que pude compartir ayer algunos momentos y lo encontré lleno de vitalidad, de afán de futuro, con un libro en sus manos que relata cómo la represión franquista contra las mujeres no solo tenía por objeto castigar sus ideas sino también hacerlas volver al redil del trabajo doméstico y del silencio. “Curiosamente, a las mujeres se les castigaba más por lo que decían que por lo que hacían. No toleraban que las mujeres pudieran tener voz”- me dijo.
A Juan Ortiz le fascinaron algunas historias de esas clases ociosas andaluzas. “Son restos de la hidalguía”y me amenazó con que si no las relataba, él las publicaría. Acababa de contarle que en mi pueblo los ricos advenedizos que habían hecho inmensas fortunas, invitaban un día de la feria a su caseta a toda la tribu de viejas glorias arruinadas de mi pueblo. La caseta de los ricos no era ni más lujosa, ni muy diferente a la de “los cristales” en la que pasábamos el tiempo los invitados, solo que era exclusiva y familiar. Recuerdo que un día, antes de la visita, mi padre nos advirtió: “Y recordad que en la caseta de los ricos, el jamón no está bueno”. No se refería, claro está, a la calidad del jamón, sino a que no debíamos impresionarnos, ni alabar, ni dejarnos seducir por lo que se nos ofreciera. Y entrábamos allí, sin ninguna disposición a dejarnos impresionar y sin permitirnos sentir ninguna envidia. He llevado siempre a gala ese sentimiento de no rendir pleitesía a los poderosos. Sin embargo Juan Ortiz tiene otra interpretación de la anécdota: “Viejos hidalgos -dice Juan- que no solo quieren demostrar su hidalguía, sino también señalar la ilegitimidad de los nuevos ricos”. ¡Ay, la historia…Cómo desacraliza la literatura!