martes, 15 de diciembre de 2009

Sólo un nombre


Bajábamos por la Séptima Avenida camino del apartamento tras un día ajetreado. Nos habíamos detenido a comprar un ramo de rosas. Unos pasos más adelante nos acercamos a una Iglesia católica que estaba adornada con motivos navideños. Una señora mayor, vestida de forma muy elegante, comenzó a hablarnos en voz alta y decidida. Al principio pensamos que estaba recriminando nuestra intromisión y nuestras risas. Al escucharla con mayor atención, nos dimos cuenta de que solo nos explicaba la historia de esa iglesia y, en concreto, de ese oficio religioso.
Le agradecimos la información y ella, con ese desparpajo de los neoyorkinos, nos preguntó por nuestra procedencia, el tiempo que pensábamos estar en la ciudad y nuestros nombres.
- Me llamo Concha –le dije.
Detuvo su charla y me cogió las manos.
- Concha, Concha…no puedo creerlo... – y apenas contenía la emoción-, mi madre se llamaba también Concha…¡Qué nombre más bello!
- ¿Era de procedencia española o italiana? –le pregunté, sin decirle que mi nombre siempre me había parecido feo, demasiado sonoro, una especie de indiscreción fonética.
- No, no –negó con la cabeza- mis abuelos adoraban ese nombre. Les parecía fuerte y exótico.
Me miraba intentando reconocer algo cercano y familiar. Nos despedimos y la vimos volver la esquina y alejarse por la calle 13 . Tomé una rosa del ramo que había comprado y corrí tras ella.
- Un pequeño regalo, por la coincidencia del nombre –le dije cuando la alcancé.
Los ojos se le arrasaron de lágrimas.
- No es posible...-dijo con emoción- Hoy hace veinte años que murió mi madre. Había ido a la iglesia solo para recordarla y ella me ha hecho el regalo de escuchar su nombre…y esta rosa. Va a ser un día inolvidable.
Sólo le sonreí y ella me tocó levemente, como si fuese un cristal delicado. Nunca he estado más cerca de ser un sueño.

Despropósitos



Artículo publicado en El País


No logro encontrar las declaraciones exactas que se hicieron hace veinte años a propósito de ese gran proyecto especulativo denominado Costa Doñana y rebautizado después como Dunas de Almonte. Un altísimo cargo del gobierno dijo algo parecido a esto: “No entiendo la movilización contra esta urbanización; a fin de cuentas en esa zona no hay animales ni plantas” y se quedó tan pancho, exhibiendo sus vergüenzas medioambientales con un toque de populismo cañí. O sea que para él, una zona costera excepcional, un sistema de dunas móviles únicas y el propio entorno de Doñana no se verían afectados por una macrourbanización a pie de costa.
De esto hace veinte años, pero para algunos responsables autonómicos, veinte años no es nada y vuelven a repetir conceptos burdamente desarrollistas. Lo ha dicho la Consejera de Medio Ambiente –ay qué dolor- en una entrevista publicada por este mismo periódico a propósito del Algarrobico, esa mole infame en el corazón del Cabo de Gata: “El edificio en sí no está provocando ningún daño a ninguna especie. Ni de flora, ni de fauna. De manera que, si termina siendo autorizable dentro del Parque Natural de Cabo de Gata, no tendría ningún problema ninguna especie.” Según esta singular teoría las construcciones “en sí mismas” no producen ningún daño al medioambiente, a no ser que “molesten” a las plantas y los animales de la zona. A estas alturas todavía no han aprendido que las mayores agresiones medioambientales son la ocupación del territorio, el transporte, el uso de la energía y el consumo de recursos naturales, esencialmente el agua.
Pareció que había un cambio de tercio en el gobierno andaluz cuando el entonces Presidente Manuel Chaves, junto a la consejera Fuensanta Coves, anunciaron a bombo y platillo la demolición del Algarrobico con la acertada definición de que se trataba de todo un símbolo de la destrucción del litoral andaluz. Sin embargo las actuaciones posteriores del ayuntamiento de Carboneras y de la propia Consejería han desmentido este nuevo discurso y nos han situado nuevamente en la cota cero en cuanto a comprensión de la sostenibilidad y de la ecología.
Y todo esto ocurre cuando el Gobierno de Zapatero intenta convertir la Ley de Economía Sostenible en su proyecto estelar. Tendrá que convencer para ello, en primer lugar, a su propia fuerza política que, como Ariadna, no sabe salir del discurso del desarrollismo más ramplón.
Esta misma semana la Consejera de Economía y Hacienda, respecto al acuerdo con el gobierno central respecto a la deuda histórica, proclamaba la bondad de comprar terreno barato y venderlo caro unos años después. Una operación urbanística de alto valor especulativo para la Empresa Pública del Suelo que debería dedicarse a todo lo contrario: a hacer asequible y barata la vivienda en Andalucía.
Y para finalizar, la declaración de que en Andalucía la nueva economía sostenible ya está escrita y diseñada en el VII Acuerdo de Concertación y que solo necesitamos algo de financiación extraordinaria para llevarla a cabo. Es realmente sorprendente que Andalucía -la comunidad que tiene mayores ataduras con una economía dependiente del ladrillo y de la insostenibilidad-, ni siquiera necesite una nueva ley, unos compromisos concretos, unos objetivos y un gran debate sobre la modificación del modelo económico.
Los grandes cambios necesitan grandes debates sociales. La comprensión de la sostenibilidad –como en su momento la igualdad de género o de etnias- requiere un compromiso real de las instituciones públicas y de la ciudadanía. Implica transformaciones profundas en el diseño de las ciudades, en la movilidad, en el consumo energético, en la producción. Y necesita, como todo cambio, un nuevo discurso, una nueva pedagogía, una nueva gramática que no balbucee ante el futuro ni justifique los errores del pasado.