Bajábamos por la Séptima Avenida camino del apartamento tras un día ajetreado. Nos habíamos detenido a comprar un ramo de rosas. Unos pasos más adelante nos acercamos a una Iglesia católica que estaba adornada con motivos navideños. Una señora mayor, vestida de forma muy elegante, comenzó a hablarnos en voz alta y decidida. Al principio pensamos que estaba recriminando nuestra intromisión y nuestras risas. Al escucharla con mayor atención, nos dimos cuenta de que solo nos explicaba la historia de esa iglesia y, en concreto, de ese oficio religioso.
Le agradecimos la información y ella, con ese desparpajo de los neoyorkinos, nos preguntó por nuestra procedencia, el tiempo que pensábamos estar en la ciudad y nuestros nombres.
- Me llamo Concha –le dije.
Detuvo su charla y me cogió las manos.
- Concha, Concha…no puedo creerlo... – y apenas contenía la emoción-, mi madre se llamaba también Concha…¡Qué nombre más bello!
- ¿Era de procedencia española o italiana? –le pregunté, sin decirle que mi nombre siempre me había parecido feo, demasiado sonoro, una especie de indiscreción fonética.
- No, no –negó con la cabeza- mis abuelos adoraban ese nombre. Les parecía fuerte y exótico.
Me miraba intentando reconocer algo cercano y familiar. Nos despedimos y la vimos volver la esquina y alejarse por la calle 13 . Tomé una rosa del ramo que había comprado y corrí tras ella.
- Un pequeño regalo, por la coincidencia del nombre –le dije cuando la alcancé.
Los ojos se le arrasaron de lágrimas.
- No es posible...-dijo con emoción- Hoy hace veinte años que murió mi madre. Había ido a la iglesia solo para recordarla y ella me ha hecho el regalo de escuchar su nombre…y esta rosa. Va a ser un día inolvidable.
Sólo le sonreí y ella me tocó levemente, como si fuese un cristal delicado. Nunca he estado más cerca de ser un sueño.
Le agradecimos la información y ella, con ese desparpajo de los neoyorkinos, nos preguntó por nuestra procedencia, el tiempo que pensábamos estar en la ciudad y nuestros nombres.
- Me llamo Concha –le dije.
Detuvo su charla y me cogió las manos.
- Concha, Concha…no puedo creerlo... – y apenas contenía la emoción-, mi madre se llamaba también Concha…¡Qué nombre más bello!
- ¿Era de procedencia española o italiana? –le pregunté, sin decirle que mi nombre siempre me había parecido feo, demasiado sonoro, una especie de indiscreción fonética.
- No, no –negó con la cabeza- mis abuelos adoraban ese nombre. Les parecía fuerte y exótico.
Me miraba intentando reconocer algo cercano y familiar. Nos despedimos y la vimos volver la esquina y alejarse por la calle 13 . Tomé una rosa del ramo que había comprado y corrí tras ella.
- Un pequeño regalo, por la coincidencia del nombre –le dije cuando la alcancé.
Los ojos se le arrasaron de lágrimas.
- No es posible...-dijo con emoción- Hoy hace veinte años que murió mi madre. Había ido a la iglesia solo para recordarla y ella me ha hecho el regalo de escuchar su nombre…y esta rosa. Va a ser un día inolvidable.
Sólo le sonreí y ella me tocó levemente, como si fuese un cristal delicado. Nunca he estado más cerca de ser un sueño.