Publicado en El País de Andalucía
El verano es una metáfora perfecta de la vida. Desde lejos parece
largo y cargado de promesas. En esta estación el tiempo se expande, sus
tardes tienen la textura de un reloj daliniano, de forma que en las
tardes de verano, si prestas atención, puedes ver caer las gotas de los
minutos infinitos y gozar la sensación de comprender la extraña
naturaleza del tiempo. Pero un día especial, que no está en el
calendario, la atmósfera cambia repentinamente. Entonces sabemos que el
verano ha terminado y aunque vuelvan los días despejados, ya no será lo
mismo.
La vida es parecida, larga y corta a la vez. Tomados los días de uno
en uno, parece que somos propietarios de un lugar ancho, sin límites ni
fronteras. Los días pasan lentos, pero los años lo hacen con rapidez
vertiginosa. La gente del Sur tenemos una aguda percepción del tiempo.
Antes de que el dinero se impusiera como centro de nuestras vidas, el
tiempo era nuestra materia imaginaria y la hicimos moldeable, receptiva,
moneda de cambio de nuestras relaciones sociales. Sabemos hacer magia
con él: lo detenemos, recreamos, estiramos, compartimos. Los antiguos
señoritos, para hacer ostentación de su enorme riqueza, incluso lo
mataban con gesto de fastidio.
El escritor turco-griego Petros Márkaris ha descrito la diferencia
del Norte y el Sur con esta frase: “Usan la misma moneda que nosotros,
pero para ellos el tiempo corre de otra manera”. Es la pura verdad. A
pesar de las imposiciones, los calendarios, los avisos, persiste ese
correr distinto de nuestra existencia; una especie de sublevación contra
la fiera mecanización de nuestras vidas. Los que lo han sentido, saben
de qué hablo. Los demás, lo resolverán con la caricatura desdeñosa hacia
las gentes del Sur, aunque para que se enteren les diré que trabajamos
intensamente solo que nos quejamos menos.
Ahora se ha puesto de moda la palabra reinvención. Me encantaba hasta que se la han apropiado para vendernos coaching
o conformarnos con los tejemanejes que han dejado sin empleo o
esperanzas a millones de personas. Todos deberíamos tener a nuestra
disposición varias vidas, ser capaces de reinventar nuestra existencia.
He encontrado, trabajosamente, varios secretos para hacerlo: el amor, la
dedicación social y la literatura. Pero los pueblos también se pueden
reinventar y, en medio de esta crisis más que económica, más que social,
más que política, más que ecológica, urge proponer formas de
reinvención. La cuestión es que nadie se reinventa si en su vida no hay
algún asidero, alguna cuerda que quedó en suspenso, alguna habilidad o
alguna base cultural que la sostenga. Como decía Kavafis, en tu camino
no encontrarás los monstruos si antes no los has creado en tu
imaginación, pero tampoco, permitid la licencia, encontrarás los genios
bondadosos si nunca nadie te habló de su existencia.
Por eso el Sur (ya sé que hay gente que odia esta palabra, pero a mi
entender es una abstracción útil, afortunada) posee algunos valores que
en su momento fueron desdeñados o estuvieron a punto de fallecer por el
consumismo o el individualismo atroz del patrón monetario. Somos gente
capaz de ponernos en el lugar de los otros, quizá porque hemos sido
pobres y, como decía Steinbeck en Las uvas de la ira, “si
tienes problemas o estás necesitado... acude a la gente pobre. Son los
únicos que te van a ayudar”. Tenemos un caudal de sociabilidad, de
respeto al bien común que puede contener la riada de zombis
supervivientes con la que los tiempos nos amenazan. Tenemos fortaleza en
el sufrimiento y sabemos compensar la austeridad de los bienes de
consumo con la exuberancia de los afectos.
No es casualidad que en Andalucía no se haya extendido el
desprestigio de los de abajo y que exista una corriente popular de
simpatía por los que sufren. Los valores no son una abstracción, sino un
entramado que explica nuestras vidas y por eso, tras la derrota del
desarrollismo feroz, quizá nuestra cultura tenga mucho que decir, sobre
todo si se une a la ciencia y a la tecnología que los nuevos tiempos
ponen a nuestra disposición. O, a lo mejor, es todo literatura. Pero es
mejor la literatura que la desesperación.