sábado, 13 de marzo de 2010

Delibes, un camino propio

Cuando muere un escritor se nos agolpan textos leídos, imágenes de sus personajes y una cierta melancolía. Miguel Delibes le había pedido al destino conservar la cabeza para darse cuenta del momento en que estaba perdiendo sus facultades. Los deseos de Delibes eran modestos y el destino -que tantas cosas le había arrebatado- le concedió la cordura y el silencio contemplativo de los últimos años.
Tenía Miguel Delibes un porte escasamente novelesco, una apariencia de hombre tranquilo y una forma de decir sin estridencias. La primera vez que lo leí me sorprendió su forma de escribir, la dificil sencillez de su prosa, y el tema original de su obra que para mi era la inocencia del ser humano o de la naturaleza traicionada en vano.
Hace muchos años, cuando decía que me gustaba Delibes, algunos me contestaban que era un escritor antiguo, opuesto al progreso que se movía en los márgenes de la historia. Pero es más bien todo lo contrario: vivía tan pegado a la historia que supo detectar, antes de que el ecologismo político lo pusiera en primer término, la vinculación del ser humano con la naturaleza, el carácter destructor de nuestra sociedad y el pequeño paraíso de los valores humanos. Cuando la vida le arrebató lo más querido, su soledad se hizo más grande y su paisaje más amplio.
Ha tenido Delibes una forma especial de compromiso con los de abajo, antes pegados a la tierra, después desconcertados en la maraña de la ciudad, como pájaro que ha perdido el rumbo, perdido en tierra extraña, sometido al capricho vanidoso y pueril de los señores.
Hace treinta y cinco años Miguel Delibes escribió: "Si la aventura del progreso ha de
traducirse inexorablemente en un aumento de la violencia y la incomunicación; de la
autocracia y la desconfianza; de la injusticia y la prostitución de la Naturaleza; del
sentimiento competitivo y del refinamiento de la tortura; de la explotación del hombre
por el hombre y la exaltación del dinero, en ese caso, yo gritaría ahora mismo, como
una conocida canción americana: ¡Que paren la Tierra, quiero apearme!”
Se fue esta semana, conservando una extraña inocencia, como la de los pájaros cuando descubren el fusil del cazador.

La metáfora de la deuda histórica

La columna de opinión que publico semanalmente en El País Andalucía ha sido trasladada a los sábados. Hoy, por un error de la edición digital, no aparece el enlace al artículo, pero lo podéis leer pinchando aquí.

La metáfora –nos enseñaban en las escuelas-, es un recurso por el que se traslada el significado literal de una palabra a otro nivel o sentido. Algunos piensan que las metáforas son sólo recursos literarios, propios de poetas que andan a su caza con redes invisibles. Sin embargo, nuestra vida cotidiana, nuestra construcción mental del mundo, está llena de metáforas, de cambios de sentido y simbologías, algunas tan ocultas o tan arraigadas en nuestro inconsciente que apenas podemos distinguirlas de la realidad. Si no me creen, prueben a leer a García Lorca, en sus obras más claras y populares, y se encontrarán un laberinto de metáforas que sin saber explicar, entienden.

Hay metáforas amorosas, literarias, deportivas y políticas. La iconografía partidaria, el rojo y el azul, las formas de expresión nos trasladan también a contenidos asumidos, a códigos conocidos o sugeridos.

En la historia reciente de Andalucía ninguna acuñación política ha tenido tanto éxito como “la deuda histórica”, ni tanto valor metafórico. En tan sólo tres palabras se han resumido sentimientos y razonamientos complejos sobre los problemas y aspiraciones de Andalucía. Esta expresión ha concentrado en su significación el trato desigual que el Estado dio a Andalucía, la desventaja inicial con que nuestra autonomía comenzó a caminar y los deseos de igualdad de nuestro pueblo con el resto del Estado.

La deuda histórica perdió prestigio en estos últimos años en los que el crecimiento desmesurado produjo la ilusión de que las desigualdades iniciales estaban superadas hasta el punto de que los gobernantes hablaban con soltura de que Andalucía acariciaba el objetivo del pleno empleo. Por lo visto, el bosque de las urbanizaciones no permitía ver el árbol de la realidad, a cuya sombra rebrotaban las raíces centenarias del desempleo andaluz.

De forma brusca, un millón de parados nos han desvelado los problemas ocultos, los fallos y fallas de nuestro modelo de desarrollo. Un millón de personas paradas que no pueden ser una pancarta, un pretexto, un lema electoral, un arma arrojadiza sino una interrogación sobre los errores cometidos, un motivo para la acción y para el cambio.

En el segundo año de la era post-desarrollista, Andalucía mira de reojo al Estado y no encuentra nada: ni fondos europeos, ni inversiones especiales, ni un gesto de comprensión ante la comunidad con mayor índice de desempleo. No es de extrañar que - según publicaba la encuesta especial de El País Andalucía con motivo de los treinta años de autonomía-, el ochenta por ciento de los andaluces piensen que el gobierno debe ser mucho más reivindicativo ante la administración central.

Justo en esta situación económica y anímica, el gobierno andaluz ha negociado el pago final de la deuda histórica como si de un saldo insignificante se tratara. No se trata solo de la pequeña cantidad acordada, sino de la forma de pago a través de un suelo público que los andaluces contribuimos a sufragar y que nos pertenece, en una comunidad a la que se le sobran solares y le falta dinero y empleo. Por eso, la mitad de los andaluces rechazan esta forma de pago: no es que discutan los metros cuadrados transferidos, ni quieran una nueva tasación, ni que se sumen a la hipócrita campaña del PP que tanto contribuyó a su olvido, es que no les gusta el final anodino de esta historia: la falta de reivindicación, de sano conflicto y de defensa de Andalucía.

La sombra de la deuda histórica puede convertirse en la metáfora de las relaciones de Andalucía con el gobierno central, por eso el gobierno hace mal en no analizar su fuerte simbolismo. Como todos los objetos, con el uso cotidiano, las metáforas pueden desgastarse, perder su brillo inicial, pero cuando arraigan en el inconsciente popular, por muy gastadas y deslucidas que parezcan, siguen conservando el poder de señalar los sueños no cumplidos y las promesas vanas.