sábado, 27 de septiembre de 2008

Se nos fue Mario Maya

Lo leo con estupor. Esta madrugada ha muerto Mario Maya en Sevilla. Quizá muchos jóvenes no sepan quien es, ni qué representa ni por qué siento que con él se va una parte de la historia de Andalucía.
Cuando era muy joven tuve la suerte de ver su espectáculo “Camelamos Naquerar” (Queremos hablar). No soy aficionada al flamenco pero solo Camarón y Mario Maya me deslumbraron, golpeándome con un universo desconocido de autenticidad andaluza. Quedé fascinada por ese lenguaje coreográfico nuevo que Mario Maya había inventado, más allá de los tablaos flamencos y de los bailes regionales. Era un baile para otra memoria, para otro mundo, para otra Andalucía.
Muchos años después conocí a Mario. Eran los años en que dirigía el Centro Andaluz de Danza y la Consejería había decidido poner fin a esta experiencia con pretextos inexplicables. A fin de cuentas –debieron pensar- la Andalucía que él representaba había sido ya convenientemente asimilada, triturada, agotada. Acudí a una reunión con Mario y varios altos cargos que no voy a citar. La escena fue de una gran dureza simbólica. Los cargos de la Consejería se portaban como señoritos en un tablao flamenco contratado para una noche de juerga. Tuvimos nuestras palabras, pero sobre todo, una indignación y una tristeza común.
Desde entonces Mario Maya me llamaba periódicamente. Sentía cualquier problema social como si fuera suyo. “Cuenta conmigo”, me decía, y había en estas palabras un compromiso con el dolor ajeno y con ese sueño juvenil que se forjó en su Granada. Esta primavera recibí un mensaje suyo diciendo que tenía que verme urgentemente. La cita no se produjo y no sé por qué. Ya no lo sabré nunca. Se nos ha ido un sueño de creación, de limpia hermosura, de compromiso concreto, de una Andalucía que echó sus brotes más hermosos y que no quiso recoger sus frutos. Hasta siempre, Mario, gitano, comprometido con los pobres, orgulloso en su vivir, creador de la Andalucía que pudo ser.

Bodas reales

Se leía en las miradas de todos los familiares que habían acudido a la modesta ceremonia: esa boda no podía salir bien. Aunque los novios disimulaban sus años bajo el traje formal y el maquillaje, eran dos niños ante el altar. Ella acababa de cumplir quince años y él poco más. Eran dos chiquillos alocados, alegres, que el día de su boda estaban inusualmente serios, como si los padres los hubiesen aleccionado.
Nadie quería esa boda que pensaban forzada por las circunstancias, solo ellos, pero no les gustó la ceremonia, “un simple trámite para estar juntos –se dicen”. Ella tuvo que pedir prestado el traje de novia, y aunque era precioso, -con unas largas mangas de campana que le daba un toque de princesa medieval- , no es el suyo, no lo ha elegido, no lo podrá guardar en el armario como recuerdo perenne. El traje del novio también es prestado, pero a él no le importó demasiado. Había un cierto aire de reproche en el ambiente, un clima que no se despejaría siquiera en la celebración que tendría lugar en una nave cerca de una vaqueriza.
Después vinieron las hijas, el esfuerzo por salir adelante desde la nada, la mano tendida a todos los problemas familiares, la casa abierta a cualquier caminante, un manantial de bondad natural, sin artificios.
Hace algunos días han celebrado la boda que no tuvieron. La prepararon con todos los detalles posibles: traje de novia, cuidadísimo salón de bodas, aperitivo y cena, tarta y baile nupcial. Lo que en otras bodas es convención y protocolo insufrible, tenía en este caso un sentido opuesto, una simetría que ajustaba cuentas con el tiempo. Como siempre, llegamos algo tarde a la ceremonia y nos quedamos en la puerta. Muchos de los invitados ocultaban las lágrimas. “¿Por qué llorais? –les pregunté. “Cosas del pueblo, del camino andado, del dolor, de la felicidad–podrían haberme contestado-. Tú no lo entenderías”.
Miro una foto de los dos cuando apenas tenían quince años. Están recostados y sonrientes. Hay en sus cuerpos adolescentes la extraña intimidad de quienes han encontrado su lugar secreto para siempre. Miran a la cámara riéndose del tiempo, seguros de ganar su apuesta.