Publicado en el País Andalucía
Se están agotando los colores del arco iris. O dicho bajo el prisma
mercantil de Esperanza Aguirre: se están enriqueciendo los vendedores de
camisetas, pegatinas y pancartas. Es posible que hayamos comprado menos
ropa de temporada que nunca, pero empezamos a tener una colección de camisetas con todos los colores del arco iris.
Si hace tres años alguien nos hubiera dicho que veríamos a los jueces
y magistrados en manifestación a la puerta de los juzgados, lo
hubiéramos tildado de loco. Si alguien nos hubiera contado que ese
cirujano tan serio, esa nefróloga tan inaccesible, iba a estar en la
puerta del hospital participando en una manifestación contra los planes
del Gobierno, le hubiéramos respondido que sueña despierto.
Antes de la crisis solo conocíamos puntuales mareas rojas de
trabajadores que iban jalonando de cruces negras el lento desangrar
industrial o productivo de nuestro país o que señalaban la marcha
inexorable de unas privatizaciones salvajes. Eran movilizaciones de
monos azules, de pancarta roja, de puño en alto y de presencia sindical.
Ahora, junto a esas movilizaciones que todavía persisten y que rompen
los restos del encaje industrial de nuestras ciudades —como el doloroso
cierre de Roca— , aparecen nuevas formas de protesta y nuevos
protagonistas que toman la calle en forma de movimientos marítimos que
van o vienen, pero que son constantes, masivos y sorprendentes.
Conforme se avanza en el empobrecimiento de las clases medias y en el desmantelamiento de los servicios públicos,
surgen mareas de protestas que se expresan con colores propios pero que
tienen más semejanzas entre sí que diferencias. Profesores y alumnado
pusieron en marcha una marea verde de esperanza en el sistema educativo;
el personal sanitario y los pacientes crearon una marea blanca que
rodea hospitales y centros de salud. Desde el interior de los juzgados
nació la marea amarilla, por la igualdad ante la justicia y contra las
tasas judiciales; desde miles de hogares surgió una marea naranja que
denuncia el desmantelamiento de la atención a la dependencia y a los
servicios sociales. Curiosamente, la única marea no organizada, no
visible, es ese abismo oscuro del paro, en el que navegan casi seis
millones de personas.
Las mareas reivindicativas no son en absoluto corporativas. Entre los
cientos de manifiestos, plataformas y anuncios, resulta prácticamente
imposible detectar una reclamación que no sea general, de mejora de la
sociedad en su conjunto, de resistencia al recorte de derechos sociales.
Hay en estas mareas el intento de dar voz a los que no la tienen, de
hacer pedagogía con la protesta y mostrar que el camino emprendido nos
empobrece a todos y ahonda el abismo de desigualdad social.
Son mareas sectoriales, que no corporativas, que tienen mucho en
común pero que, como diría el poeta, no desembocan en algo general
porque no hay cauce, instrumentos ni instituciones que representen su
esperanza y que tengan el prestigio necesario para acogerla en sus
únicas manos. No son movimientos antipolíticos o antisindicales. De
hecho, la mayor parte del sindicalismo participa en ellas y se reciben
con los brazos abiertos los apoyos puntuales de las fuerzas políticas
pero no delegan su representación en ninguno de ellos. Son, en realidad,
un gran movimiento ciudadano que acaba de emerger y que tantea nuevas
formas de expresión. Han aprendido del 15M pero no son el 15M; necesitan
del concurso de la política pero desconfían de su sinceridad y de su
altura de miras.
El problema es que para conseguir los cambios que proponen y poner
fin al acoso de los servicios públicos necesitan convertir esas mareas
de colores que llegan a nuestras playas en un gran tsunami de esperanza y
de unidad. De momento el Gobierno estudia cómo frenar todo tipo de
protestas. Es posible que su sismógrafo les alerte de que, allá en
lontananza, hay un movimiento de unidad de este arco iris.