Algunos responsables políticos se han apresurado a dictaminar que los últimos asesinatos de mujeres han tenido como desencadenante la difusión, a través de los medios de comunicación, de otros crímenes. Están tan deseosos de encontrar una causa cierta, un clavo en que colgar la percha, que se aferran al más mínimo indicio que ofrezca una sencilla explicación. Algunos han formulado ya la propuesta de una especie de autocensura para limitar la información de estos hechos.
Se basan, al parecer, en un estudio muy discutible y discutido según el cual los asesinatos de mujeres suelen agruparse, en cuanto a su frecuencia, en racimos de tres o cuatro. De ahí deducen que en los asesinos se produce un efecto imitación, un aliento común que les induce a matar por contagio.
Ya han advertido algunos especialistas en estudios sociales que, dada la escasez de casos, resulta muy difícil establecer explicaciones para una frecuencia determinada. La simple división matemática daría como resultado un crimen cada 4,6 días, y el hecho de introducir cualquier otra variable (agrupación por fines de semana o meses) nos daría también asociaciones dignas de estudio.
Tampoco los profesionales de la psicología, que prestan ayuda terapéutica a los hombres que han cometido estos crímenes, han detectado como una causa determinante ni siquiera coadyuvante el efecto imitación. En muchos de esos feminicidios "en serie", los actores no habían tenido siquiera conocimiento de los casos que habían sucedido en los días anteriores.
No obstante, no hay por qué descartar un estudio más detallado y completo sobre esta hipótesis. Es posible que, en algún caso, la violencia retransmitida haya servido de malvada inspiración pero solo para una mente transtornada y ya decidida a cometer un crimen. Como ven, el tema es discutible y no sería lógico que, sin más pruebas ni análisis de las consecuencias, se tomaran medidas amparadas en tan débil formulación.
Algunos han hablado, incluso, de contagio en las formas criminales: el ensañamiento con la víctima, el uso preferente de un arma blanca que busca un definitivo cuerpo a cuerpo con la víctima o la conocida secuencia final del suicidio con la que el homicida remata su fatal hazaña, se desculpabiliza y acusa.
Efectivamente, en el homicidio de mujeres hay pautas similares a los asesinatos en serie, con un patrón general, señales precisas y advertencias comunes. Pero esta homogeneidad del crimen no se ha creado por la contemplación de noticias en los medios de comunicación sino por un turbio inconsciente de posesión y de desigualdad forjado durante años, alimentado por el resentimiento y enraizado en su incapacidad de aceptar la libertad de las mujeres. Ahí reside el auténtico copycat, el germen común de un delito que, aunque a ojos del agresor sea un asunto completamente personal, comparte con cientos de asesinatos el trasfondo feroz de una revuelta contra la igualdad de las mujeres.
No sabemos si la publicación de los asesinatos de mujeres en los medios de comunicación ha podido anticipar alguna acción ya premeditada. Es verdad. Pero lo que sí conocemos, es el tremendo coste social de silenciar estos crímenes. Conseguir que la violencia de género entrara en la llamada agenda de los medios de comunicación y de la política, ha sido todo un logro. Hasta entonces, la violencia contra las mujeres se vivía como un delito privado, sin especial trascendencia. La conciencia social no se rebelaba contra los verdugos y las víctimas eran olvidadas. Publicar sus nombres, explicar su historia ha dado visibilidad a un fenómeno oculto y ha cambiado el pensamiento de gran parte de la sociedad. No sería bueno dar un paso atrás y ocultar la imagen del espejo, edulcorarla o suavizarla. No. Es mejor combatir las causas que los efectos. Si no nos gusta la realidad, cambiémosla. Para eso vivimos.
Ya han advertido algunos especialistas en estudios sociales que, dada la escasez de casos, resulta muy difícil establecer explicaciones para una frecuencia determinada. La simple división matemática daría como resultado un crimen cada 4,6 días, y el hecho de introducir cualquier otra variable (agrupación por fines de semana o meses) nos daría también asociaciones dignas de estudio.
Tampoco los profesionales de la psicología, que prestan ayuda terapéutica a los hombres que han cometido estos crímenes, han detectado como una causa determinante ni siquiera coadyuvante el efecto imitación. En muchos de esos feminicidios "en serie", los actores no habían tenido siquiera conocimiento de los casos que habían sucedido en los días anteriores.
No obstante, no hay por qué descartar un estudio más detallado y completo sobre esta hipótesis. Es posible que, en algún caso, la violencia retransmitida haya servido de malvada inspiración pero solo para una mente transtornada y ya decidida a cometer un crimen. Como ven, el tema es discutible y no sería lógico que, sin más pruebas ni análisis de las consecuencias, se tomaran medidas amparadas en tan débil formulación.
Algunos han hablado, incluso, de contagio en las formas criminales: el ensañamiento con la víctima, el uso preferente de un arma blanca que busca un definitivo cuerpo a cuerpo con la víctima o la conocida secuencia final del suicidio con la que el homicida remata su fatal hazaña, se desculpabiliza y acusa.
Efectivamente, en el homicidio de mujeres hay pautas similares a los asesinatos en serie, con un patrón general, señales precisas y advertencias comunes. Pero esta homogeneidad del crimen no se ha creado por la contemplación de noticias en los medios de comunicación sino por un turbio inconsciente de posesión y de desigualdad forjado durante años, alimentado por el resentimiento y enraizado en su incapacidad de aceptar la libertad de las mujeres. Ahí reside el auténtico copycat, el germen común de un delito que, aunque a ojos del agresor sea un asunto completamente personal, comparte con cientos de asesinatos el trasfondo feroz de una revuelta contra la igualdad de las mujeres.
No sabemos si la publicación de los asesinatos de mujeres en los medios de comunicación ha podido anticipar alguna acción ya premeditada. Es verdad. Pero lo que sí conocemos, es el tremendo coste social de silenciar estos crímenes. Conseguir que la violencia de género entrara en la llamada agenda de los medios de comunicación y de la política, ha sido todo un logro. Hasta entonces, la violencia contra las mujeres se vivía como un delito privado, sin especial trascendencia. La conciencia social no se rebelaba contra los verdugos y las víctimas eran olvidadas. Publicar sus nombres, explicar su historia ha dado visibilidad a un fenómeno oculto y ha cambiado el pensamiento de gran parte de la sociedad. No sería bueno dar un paso atrás y ocultar la imagen del espejo, edulcorarla o suavizarla. No. Es mejor combatir las causas que los efectos. Si no nos gusta la realidad, cambiémosla. Para eso vivimos.