lunes, 5 de marzo de 2012

LA DANZA DE LOS OBISPOS

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Una pequeña anécdota me salvó de ser católica. Cuando contaba apenas nueve años asistí a una ceremonia religiosa previa a unos ejercicios espirituales. En la oscuridad de la iglesia, un sacerdote elevaba sus brazos de forma fantasmal y nos pintaba con toda crudeza la descomposición del cuerpo una vez fallecido; cómo los gusanos y las crisálidas surgían de la carne; el hedor que esparcía el cuerpo en su lenta descomposición. Alzó la voz y dijo: “Aún estáis a tiempo. Arrepentíos, sacrificad vuestro cuerpo para ganar la vida eterna”. Salí aterrorizada de la iglesia. La palabra “arrepentíos” sonaba en mis oídos como un siniestro tambor. Eran las vísperas de Semana Santa y no discurrí ningún medio mejor de mortificarme que introducir garbanzos crudos en el interior de mis zapatos blancos, redondeados, con una trabilla unida por un botón de perla. El Domingo de Ramos salí con mis padres y mis hermanos con mis pies mortificados por los duros garbanzos. Apenas podía caminar, aunque intentaba disimularlo con una forzada sonrisa. El cura nos había advertido que el sacrificio para ser válido tenía que ser secreto, visible solo ante los ojos divinos. Pero los ojos de mi madre fueron directos a los zapatos, me descalzó y se quedó asombrada ante el puñado de garbanzos crudos que contenían. “No seas tonta —me dijo— todo eso que cuentan no son más que patrañas para asustarnos”. Me sentí tan segura y aliviada que, tras consolarme con un helado de chocolate, puse fin para siempre a cualquier aventura religiosa. Esta experiencia mística tan temprana me puso a salvo de la liturgia y de las lecciones de culpa; también del dolor de la ruptura con la tradición y del sabor amargo, levemente anticlerical, que tienen los que prolongaron su permanencia en la Iglesia hasta bien entrada la adolescencia. Acabo de ver una foto que recuerda los tiempos pasados. Trece obispos andaluces —por supuesto varones—, de riguroso luto, con la cruz colgada al cuello y similares gafas, posan ante la cámara con la expresión de quienes tienen el poder y la gloria de su parte. Algunos entrelazan sus manos con ese gesto tan característico del sacerdocio. En estos tiempos de crisis no han salido de sus diócesis para difundir un mensaje evangélico de solidaridad y de apoyo a los más necesitados. Ni una sola palabra han dedicado a los parados, a los que están siendo azotados por las desigualdades económicas. Ni una sola frase han dedicado a denunciar las injusticias, ni la acumulación de riqueza, ni a la codicia de los más poderosos. Han salido, unidos y sonrientes, para pedir que se vote a la derecha andaluza, la auténtica, la genuina, la que impedirá el aborto, abolirá el matrimonio entre personas del mismo sexo y, por supuesto, aumentará los conciertos educativos con la iglesia. Han salido a hablar de lo suyo: del poder, de los negocios, de su patrimonio y de su estatus social. Les ha bastado una reflexión sobre la corrupción política que les parece altamente preocupante en Andalucía, pero no en Valencia. Desde las atalayas de sus obispados se atreven a proponer a los de abajo más trabajo y sacrificios para salir de la crisis y denuncian “la mentalidad tan extendida del derecho a la dádiva y de la subvención”. ¿Quién dijo que la Iglesia no renueva su mensaje? Se han apuntado a la fila del discurso antiandaluz que predica el conde de Salvatierra, la CEOE, los nacionalistas catalanes y las gallinitas de Esperanza Aguirre; se han hecho de la FAES y de las corrientes más neoliberales que piden el fin de las ayudas públicas. Esto lo dice una institución que vive del Estado, que no paga impuestos por ninguna de sus actividades ni bienes y a la que sufragamos todos, tanto católicos como no creyentes. Una organización que solo se acuerda de sus organizaciones sociales de base cuando se les demanda que contribuyan al IBI o que se autofinancien. Qué pena que no se acuerden de ellos cuando hacen sus comunicados electorales. Qué pena que no tengan procesos democráticos para que realmente sepamos a cuántos cristianos representa esa jerarquía obsesionada con el sexo, ajena al dolor humano y tajantemente desigualitaria.