martes, 22 de enero de 2013

EL DÍA QUE ACABÓ LA CRISIS

Publicado en El País Andalucía

           Un buen día del año 2014 nos despertaremos y nos anunciarán que la crisis ha terminado. Correrán ríos de tinta escritos con nuestros dolores, celebrarán el fin de la pesadilla, nos harán creer que ha pasado el peligro aunque nos advertirán de que todavía hay síntomas de debilidad y que hay que ser muy prudentes para evitar recaídas. Conseguirán que respiremos aliviados, que celebremos el acontecimiento, que depongamos la actitud crítica contra los poderes y nos prometerán que, poco a poco, volverá la tranquilidad a nuestras vidas.

           Un buen día del año 2014, la crisis habrá terminado oficialmente y se nos quedará cara de bobos agradecidos, nos reprocharán nuestra desconfianza, darán por buenas las políticas de ajuste y volverán a dar cuerda al carrusel de la economía. Por supuesto, la crisis ecológica, la crisis del reparto desigual, la crisis de la imposibilidad de crecimiento infinito permanecerá intacta pero esa amenaza nunca ha sido publicada ni difundida y los que de verdad dominan el mundo habrán puesto punto final a esta crisis estafa —mitad realidad, mitad ficción—, cuyo origen es difícil de descifrar pero cuyos objetivos han sido claros y contundentes: hacernos retroceder 30 años en derechos y en salarios.

           Un buen día del año 2014, cuando los salarios se hayan abaratado hasta límites tercermundistas; cuando el trabajo sea tan barato que deje de ser el factor determinante del producto; cuando hayan arrodillado a todas las profesiones para que sus saberes quepan en una nómina escuálida; cuando hayan amaestrado a la juventud en el arte de trabajar casi gratis; cuando dispongan de una reserva de millones de personas paradas dispuestas a ser polivalentes, desplazables y amoldables con tal de huir del infierno de la desesperación, entonces la crisis habrá terminado.

           Un buen día del año 2014, cuando los alumnos se hacinen en las aulas y se haya conseguido expulsar del sistema educativo a un 30% de los estudiantes sin dejar rastro visible de la hazaña; cuando la salud se compre y no se ofrezca; cuando nuestro estado de salud se parezca al de nuestra cuenta bancaria; cuando nos cobren por cada servicio, por cada derecho, por cada prestación; cuando las pensiones sean tardías y rácanas, cuando nos convenzan de que necesitamos seguros privados para garantizar nuestras vidas, entonces se habrá acabado la crisis.

            Un buen día del año 2014, cuando hayan conseguido una nivelación a la baja de toda la estructura social y todos —excepto la cúpula puesta cuidadosamente a salvo en cada sector—, pisemos los charcos de la escasez o sintamos el aliento del miedo en nuestra espalda; cuando nos hayamos cansado de confrontarnos unos con otros y se hayan roto todos los puentes de la solidaridad, entonces nos anunciarán que la crisis ha terminado.

              Nunca en tan poco tiempo se habrá conseguido tanto. Tan solo cinco años le han bastado para reducir a cenizas derechos que tardaron siglos en conquistarse y extenderse. Una devastación tan brutal del paisaje social solo se había conseguido en Europa a través de la guerra. Aunque, bien pensado, también en este caso ha sido el enemigo el que ha dictado las normas, la duración de los combates, la estrategia a seguir y las condiciones del armisticio.

             Por eso, no solo me preocupa cuándo saldremos de la crisis, sino cómo saldremos de ella. Su gran triunfo será no sólo hacernos más pobres y desiguales, sino también más cobardes y resignados ya que sin estos últimos ingredientes el terreno que tan fácilmente han ganado entraría nuevamente en disputa.

             De momento han dado marcha atrás al reloj de la historia y le han ganado 30 años a sus intereses. Ahora quedan los últimos retoques al nuevo marco social: un poco más de privatizaciones por aquí, un poco menos de gasto público por allá y voilà: su obra estará concluida. Cuando el calendario marque cualquier día del año 2014, pero nuestras vidas hayan retrocedido hasta finales de los años setenta, decretarán el fin de la crisis y escucharemos por la radio las últimas condiciones de nuestra rendición.

OBISPOS ESTRELLA Y CRISTIANOS INDIGNADOS


Publicado en El País Andalucía

             Tengo muchos amigos creyentes y no se parecen en nada al obispo de Córdoba. Es más, yo diría que cada día se sienten más distantes de esos obispos estrella que abominan de la igualdad de las mujeres, que insultan habitualmente a las personas homosexuales y que amenazan con el fuego eterno a quienes no compartan su fe. Tengo muchos amigos creyentes que no están de acuerdo con que la religión sea una asignatura en la escuela y que consideran la fe un hecho privado, íntimo, en el que los poderes no pueden entrometerse.

            Tengo muchas amistades creyentes que consideran una barbaridad el hecho de que la jerarquía católica no haya reconsiderado en lo más mínimo el papel de las mujeres, les niegue un papel dentro de la propia Iglesia y conciba al género femenino bajo el único atributo de la maternidad. Sé de muchas cristianas que han entendido perfectamente a Simone de Beauvoir y que saben otorgar el sentido correcto a la expresión "no se nace mujer, se llega a serlo", porque son conscientes de la carga cultural e ideológica que a lo largo de la Historia ha tenido la feminidad. Tengo muchos amigos católicos que están muy cansados de que la jerarquía religiosa haya hecho de la homosexualidad una diana de sus ataques y dedique gran parte de sus homilías a personas que no hacen ningún mal por amar o compartir su vida con una persona de su mismo sexo. Conozco cientos de creyentes que no comprenden la obsesión de los obispos por el sexo y las prohibiciones. Muchos otros todavía esperan una explicación sobre por qué la autoridad eclesiástica se opone a los cuidados paliativos de los enfermos incurables y siguen insistiendo en que el dolor es una fuente de salvación.

               Tengo muchos amigos cristianos a los que no les gusta la pompa eclesiástica, ni los palacios arzobispales. Hace algunos años le enseñé la catedral de Sevilla a una amiga colombiana fervorosamente católica. Durante toda la visita exhibió una expresión de sorpresa que yo atribuí a la belleza del lugar. A la salida le pregunté si le había gustado y me respondió tajantemente que no. "Demasiada riqueza" —me dijo—, "demasiada exhibición de poder".

               He escuchado a muchos cristianos quejarse de que la cúpula eclesiástica se sitúa con demasiada frecuencia al lado de los más poderosos y no se refieren solo a los tiempos del nacionalcristianismo sino a los tiempos actuales en los que no se les escucha ni una sola palabra contra banqueros, especuladores o defraudadores. Una jerarquía que, salvo honrosas excepciones, ni siquiera ha alzado la voz contra los desahucios de viviendas, las trampas financieras o el despido de miles de trabajadores. Una Iglesia que, descontando la magnífica labor de Cáritas —en la que participan creyentes y no creyentes, heterosexuales y homosexuales—, no tiene credenciales sociales que presentar, ya que incluso las escuelas gestionadas directamente tienen un sello inconfundible de privilegio social.

              El obispo de Córdoba, el de Granada y algunos otros obispos estrella, sufren pesadillas con Herodes, las mujeres liberadas, el matrimonio homosexual, la libertad de pensamiento y el desarrollo de la ciencia. Los cristianos que conozco quieren curar heridas y ayudar a los más desfavorecidos; a los obispos estrella, sin embargo, no les preocupa más que el sexo, en todas sus variantes, y su poder. La bondad y la compasión no forman parte de su vocabulario. Ellos han llegado a la cima del poder para castigar al infiel, amenazar al tibio y trazar las fronteras del dogma religioso. Se identifican con la derecha más extrema y están dispuestos a avalar las tesis económicas más injustas, siempre y cuando se comprometan a renovar sus privilegios. En Francia ríen las gracias de Gerard Depardieu contra Hollande y en España aplauden privatizaciones y recortes a cambio de que Wert aumente su poder o sus beneficios. La distancia entre la institución eclesial y gran parte de su feligresía es ya un abismo insondable que tambalea sus cimientos.