Este es el artículo de esta semana en El País
Casi el sesenta por ciento de las mujeres que se quedan embarazadas, son despedidas en el sector privado, en los meses siguientes de hacer pública su situación. El salario de las mujeres es –en términos generales- un treinta por ciento inferior a sus congéneres masculinos. Prácticamente ninguna mujer se libra en sus entrevistas laborales de preguntas personales referidas a su estado civil o sus planes personales. Los puestos directivos de las empresas y –no digamos ya de sus consejos de administración- se escriben en masculino, incluidas las estructuras de dirección de medios de comunicación a los que se les llena la boca con la palabra igualdad.
La discriminación directa es rotundamente ilegal pero esto no ha acabado con el viejo vicio de la desigualdad sino que ha desplazado su práctica a normas no escritas, a costumbres, a falta de promoción, a invisibilidad de las mujeres en el mundo laboral. Una gran parte de las mujeres profesionales que conozco deberían estar –si sólo el mérito y la capacidad contara- en el lugar de sus jefes pero se han topado, a mitad de su recorrido, con un obstáculo invisible, que las ha detenido. Lo llaman techo de cristal, pero no cubre sino que encubre y no es de cristal sino de la materia oscura del viejo machismo.
Si algo tuvo de novedoso la ley de igualdad fue establecer que la discriminación no consiste solo en leyes o disposiciones que tratan de forma diferente a hombres y mujeres, sino también en prácticas aparentemente neutras, no escritas, en los procesos de selección, de promoción y de retribución que finalmente perjudican al género femenino. La ley, además, establecía unidades de igualdad en las administraciones públicas y la obligación para las empresas de más de doscientos cincuenta trabajadores de disponer de planes de igualdad efectivos.
Con bastante retraso, se ha anunciado la puesta en marcha de algunas de estas medidas y la reacción ha sido inmediata. El lenguaje con el que algunos medios han recogido la noticia es muy significativo. “Aido quiere imponer comisarios políticos a las empresas privadas para vigilar la paridad. Este campo está controlado por grupos feministas radicales”. No sé a ustedes, pero a mí esta mezcla de lenguaje guerracivilista y de información antiterrorista me pondría los vellos de punta si antes no me hubiera dado un ataque de risa por el imaginario delirante de la derecha. Un cuerpo de aguerridas comisarias feministas, formadas en escuelas de élite, que han jurado eterno odio al género masculino, responderían de forma inmediata a las llamadas de emergencia para acudir a cualquier lugar donde se produjera un caso de discriminación.
Confieso que la imagen es un tanto tentadora y que tendrían un trabajo ingente que realizar porque cada minuto alguna mujer es despedida, postergada o no admitida en el mercado laboral por la mano oculta de la discriminación indirecta. Sin embargo no creo en los comandos especiales sino en un Estado que debería asumir como parte esencial de su trabajo la abolición de cualquier discriminación. Por eso lejos de reprochar a la administración el prestarle excesiva atención a la igualdad, mi queja es la contraria: por qué ésta no forma parte de su actuación habitual. ¿Cuál es la razón para que la inspección laboral no tenga protocolos concretos para el seguimiento de la discriminación laboral? ¿Por qué no hay actuaciones abiertas para impedir que las mujeres ganen un treinta por ciento menos? ¿Cómo es que no se revisan las ofertas y métodos de selección de empleo para evitar los sangrantes casos de discriminación? ¿Por qué apenas se persiguen los despidos de mujeres embarazadas? No son cuerpos de élite ni aguerridas comisarias lo que necesitamos sino una administración que persiga la desigualdad como una vulneración grave de los derechos laborales y sociales. Hasta ahora, un delito con víctimas pero sin culpables.