Dicen que a veces la vida imita al arte. Cuando esto ocurre es difícil relatarlo con las palabras precisas, el tono exacto.. No vale el relato ternurista de Dickens, ni la descripción pormenorizada de los naturalistas franceses. Es un horror que camina a nuestro lado, envuelto en la normalidad aparente de la vida cotidiana.
Compras el pan todos los días, pero no puedes sospechar que en la trastienda de esas instalaciones, donde te recibe un vendedor amable y sonriente, hay varias personas trabajando de sol a sol, pero en la sombra. Nadie te advierte que hace algunas horas esa máquina reluciente que mezcla la dosis precisa de harina, de sal, de levadura, se convirtió en una guillotina afilada. Has recorrido la calle sin sospechar que en el contenedor verde de basura, y envuelto en plástico negro, está el miembro amputado de la persona que fabricaba el pan todos los días.
Nadie te advierte que el vecino que te ha saludado en la puerta, acaba de avisar al inmigrante mutilado que, por su bien, no diga nada, que ya se encargará él de solucionarlo. No te has enterado de la historia hasta que has llegado a tu casa y has visto en el informativo la cara de luna, desorientada, de un inmigrante boliviano que no ha decidido todavía cuales son sus sentimientos y que mira a la cámara con franqueza, mostrando su brazo amputado.
Dicen que ganaba 23 euros al día, unos dos euros por hora trabajada. Pero como la vida imita al arte, sin apenas transición, el mismo informativo dedica los titulares a la gran noticia del día: el traspaso de Cristiano Ronaldo. Más de noventa millones de euros y algo más de una decena de millones anuales. Lo celebró con unos amigos, gastando más de cuarenta mil euros en unas cuantas bebidas en un club de moda.
No. No vale Dickens. No vale el tono ternurista, la comparación de dos vidas que deberían tener el mismo valor. Quizá Vázquez Montalbán hubiera dado con el tono preciso de esta narración. Solo la novela negra encontraría la forma de relatar un crimen y colocarlo en la sociedad que lo produce. Solo este género podría conectar los misteriosos circuitos que unen los salarios de 23 euros con el depilfarro enloquecido. Chester Himes hubiera podido relatar el nuevo horror de los marginados: contenedores con miembros amputados, trastiendas oscuras de negocios respetables, desesperanza de raza, de clase. Podría haber escrito una versión de “Empieza el calor” en los nuevos barrios residenciales en vez de Harlem, con la tristeza como telón de fondo y música latina en lugar de jazz. A fin de cuentas, la explotación extrema es “Un ciego con una pistola” que algún día nos estallará en la cara.