Hoy publico este artículo en El Correo de Andalucía
Con lo del cambio climático ocurre como con el famoso poema –atribuido al parecer erróneamente a Bertold Brecht y que escribió un poeta judío encerrado en el campo de concentración de Dachau–, en el que se lamenta del encogimiento de hombros con que la sociedad alemana contempló la detención de comunistas, socialdemócratas, sindicalistas y católicos creyendo que se trataba de algo que les ocurría a los otros, hasta que oyó resonar las botas de los militares nazis por la escalera de su propia casa.
Así, la organización ecologista Greenpeace ha metido el cambio climático en pleno Guadalquivir, ha señalado con el dedo la realidad que no queremos ver y nos ha dicho que si no actuamos inmediatamente, no estaremos a salvo por mucho que nos encerremos en la torre dorada de la ignorancia.
Los negacionistas del cambio climático se baten en franca retirada ante las evidencias innegables de sus consecuencias. Han adoptado, sin embargo, una actitud relativista que pasa por afirmar que no tiene la gravedad que indican los estudios científicos o que sus peligros no son tan inminentes. Acusan al ecologismo político de exagerar la importancia del calentamiento global y arremeten contra cualquier mensajero que presente las pruebas de este desastre. Se trata, en realidad, de opiniones alentadas –cuando no directamente financiadas– por intereses económicos muy poderosos que saben perfectamente que reconocer la gravedad del cambio climático pondría sobre la mesa la necesidad de operar una enorme transformación del modelo económico mundial del que extraen tantos beneficios.
Pero hay también en este tema, una especie de relativismo popular que parece ser la esencia de este siglo XXI, donde convive la información masiva y el egoísmo más atroz. Una sociedad que ha hecho del presente su único punto de referencia y del “aquí y ahora” su única perspectiva. Una sociedad que no quiere escuchar malas noticias que comprometan su forma de vida, que padece una extraña enfermedad de la memoria de manera que olvida en cinco minutos la información más terrible con tal de no variar un ápice sus formas de consumo desmesuradas y despilfarradoras. Tampoco acompaña un sistema político, basado en el electoralismo más atroz, que sigue pensando que los brotes verdes de la economía es que se vendan más vehículos a motor.
Por eso, Greenpeace ha venido a meter el dedo en el ojo, a decirnos que el cambio climático no sólo va a afectar a lejanas islas de la Polinesia, sino a nuestra casa, a nuestra ciudad y a nuestras vidas. En los últimos treinta años las temperaturas en Sevilla han subido casi dos grados; los frutales de nuestros campos florecen y se agostan antes de la primavera; el Guadalquivir se saliniza y nuestras costas se modifican rápidamente. Aún así, habrá quien piense a fin de cuentas él no es agricultor, ni hotelero, ni pájaro de Doñana, ni tiene un piso en la primera línea de playa y que por tanto en casi nada le afecta. Se tiene la falsa idea de que las sociedades urbanas son una burbuja de cristal que en nada dependen de la naturaleza. Se olvidan de que comemos productos naturales, respiramos el aire contaminado y nos relacionamos con un mundo que se volverá más inestable.
Greenpeace ha venido con su barco de los tiempos futuros a recordarnos que tenemos los días contados para parar el reloj del desastre ambiental. No es el catastrofismo lo que les hace navegar por el Guadalquivir, sino la esperanza.