Puedes leerlo completo en el País Andalucía
Hemos asumido la culpa de un imaginario delito y parecemos reos a la espera de que el tribunal se apiade de nosotros. Nos comportamos como culpables siendo inocentes, nos sentimos solos siendo multitud. Mi artículo semanal en El Pais Andalucía De desilusión también se vive. El mundo ha cambiado y cualquier atisbo de confianza debe ser erradicado de nuestra mente. Bienvenidos al infierno de Dante, a sus nueve círculos maléficos y, por favor, deposite a la entrada cualquier esperanza. Hace pocos años, cuando se reunían, los gobernantes europeos intentaban poner fecha de finalización a la crisis actual. Algunos incautos, como Zapatero, querían ver brotes verdes en el olmo viejo de España; el resto de los gobernantes ponían fronteras a la crisis y afirmaban con contundencia que a sus países no iba a llegar el contagioso virus de los países mediterráneos. Ahora no. En estos momentos, cuando se reúnen, los gobernantes europeos rivalizan entre sí por ver cuál de ellos ha adoptado las medidas más duras y dibuja una visión más pesimista sobre el futuro de Europa. En esta perversa competición, gana quien es capaz de imponer las medidas más impopulares, cosechar un ramillete de huelgas generales y demostrar que les importa un pito la fractura social que se pueda provocar. Por eso Rajoy le confesó al primer ministro finlandés que la reforma laboral le iba a costar una huelga general, porque lo que está de moda en Europa es ser profundamente impopular con las políticas sociales. Las cumbres europeas se asemejan a una reunión de antiguos capataces en la que alardeaban del látigo y mano dura que empleaban en sus cortijos. Cada medida de recorte para los de abajo se recibe con signos de aprobación por los de arriba. Lo que está realmente de moda es dibujarnos a los ciudadanos un panorama tan extremadamente sombrío que estemos dispuestos a los mayores sacrificios y abandonemos cualquier gesto de rebeldía. El procedimiento es siempre el mismo: en primer lugar, difunden una noticia catastrófica sobre el futuro inmediato; en segundo lugar, divulgan que será necesario tomar medidas extraordinarias —bajadas salariales, subidas de impuestos o cambios en la legislación— y, para finalizar, ponen en marcha recortes algo más suaves de los esperados. Inmediatamente, la población respira aliviada y acepta incondicionalmente medidas que no hubiese tolerado sin esta farsa tan cuidadosamente preparada. Se llama teoría del shock y, tal como nos explica Naomí Klein, antes de aplicarse en nuestro país, ha sido ensayada en Latinoamérica para hacer triunfar las tesis ultraneoliberales que condujeron a sus países al infierno de la recesión y del corralito. Fracasaron esas políticas, pero produjeron inmensos dividendos a los sectores financieros y a las grandes compañías del comercio y los servicios. Ahora, la teoría del shock ha viajado a Europa disfrazada de la asepsia tecnocrática, de una acumulación caótica de supuesta información económica, de previsiones dantescas sobre nuestro futuro. Y nos están haciendo tragar el anzuelo como a pececillos incautos aterrorizados por el futuro. Nos levantamos cada mañana con un puñado de fantasmas que han inundado nuestros sueños: miedo a ser despedidos, a perder lo que tenemos, al porvenir de nuestros hijos…Antes de mirarnos al espejo ya hemos consumido nuestra ración de malas noticias: previsiones catastróficas sobre el empleo, calificaciones de deuda, crujir bancario… Resolvemos los primeros instantes de la mañana negociando con el miedo y elevamos plegarias imaginarias al dios de la crisis: por lo menos que conserve el empleo, que no me quiten el paro, que no me bajen mucho más el salario… Damos por descontado la pérdida de derechos trabajosamente conquistados. Hemos asumido la culpa de un imaginario delito y parecemos reos a la espera de que el tribunal se apiade de nosotros. Nos comportamos como culpables siendo inocentes, nos sentimos solos siendo multitud. Nuestro pesimismo cotiza en Bolsa contra nuestras acciones, engorda capitales ajenos y desvaloriza nuestro trabajo. Los dioses del mercado nos escuchan y toman nota de hasta donde ha descendido el nivel de nuestras demandas. El termómetro de la crisis moral marca bajo cero