Que levante la mano quien no haya anunciado esta semana que no va a encender la radio ni la televisión ni ojear la portada de los periódicos porque está más que cansado (perdonen el eufemismo) de la prima de riesgo, de los mercados financieros y de que nos anuncien el fin del mundo. Nuestra situación se parece cada vez más a un culebrón televisivo. Cuando creemos que la trama no podía ser más enrevesada y que los malos habían agotado sus maquiavélicos planes, aparecen nuevos personajes, hijos no deseados, parentescos sorprendentes que complican hasta el límite la unión de los enamorados y el final feliz de la historia.
En vez de aprender los nombres de Luis Alfonso, doña Gabriela, Cristal o Topacio parece que nos han matriculado colectivamente en una clase acelerada de macroeconomía y empezamos a manejar con fluidez términos como la prima de riesgo, la volatilidad de los activos, la diferencia entre deuda y déficit o la cotización de los valores en bolsa. Los acrónimos PIB, FMI, OCDE o BM forman ya parte de nuestras vidas y los más pesimistas se preguntan qué acabará antes, si la serieArrayán o la crisis económica. En los bares, en los mercados, en la cola del supermercado, personas que apenas llegan a final de mes comentan la caída del Ibex y el aumento de la prima de riesgo, como si en ello les fuera la vida. La economía, relegada a las páginas interiores y menos leídas de los periódicos, ha saltado a las portadas y se ha convertido en verdadero argumento informativo. Antes de tomar el primer café ya sabes perfectamente la cotización de los mercados y han conseguido preocuparte o entristecerte aunque no tengas ni una puñetera acción en bolsa.
Cuando todo marchaba aparentemente bien, nadie nos informaba de sus ganancias, de sus cotizaciones y del valor patrimonial de sus activos. Los mismos que cebaban la burbuja inmobiliaria y se traspasaban acciones como papelinas de droga altamente tóxica, no querían en absoluto, que tuviésemos información de sus andanzas. Perdonen, entonces, que recele de tanta información, de tanto detalle, de tanta amenaza, de tantos intereses disfrazados de tecnocracia. Los médicos tienen un juramento hipocrático que les obliga a atender a un enfermo, sea cual sea la situación. Ninguno de ellos va a diagnosticar un resfriado cuando se trata de un infarto ni a prescribir el mismo medicamento que está acabando con la vida del enfermo. Pero en economía no hay juramento alguno de imparcialidad, ni responsabilidad alguna en los diagnósticos; ni siquiera un asomo de autocrítica por las graves equivocaciones. Grandes corporaciones e intereses sufragan los principales estudios económicos y los profesionales realmente independientes llevan años predicando en un desierto desprovistos delglamour de las grandes fundaciones y de las lujosas subvenciones privadas. Por eso los mismos que nos decían que Rodrigo Rato era un modelo de gestor, los balances de Bankia más que saludables y el Banco de España un ejemplo de control, nos obligan a pagar a precio de oro nuestra credulidad en el sistema.
Desconfio absolutamente de su interés en que conozcamos al dedillo sus indicadores económicos, sus pérdidas y ganancias, su situación límite mientras los datos de la microeconomía, la del pueblo llano, no suscita el mínimo interés. Salarios, precios, pensiones, alquileres, desahucios, contratos leoninos, despidos, emigración forzosa son la letra pequeña de la crisis que todo el mundo sufre y de la que nadie informa. Han conseguido convertir el drama de cinco millones de personas paradas, en un trasunto de los mercados, que solo será posible abordar cuando solucionemos sus problemas financieros, su tasa de ganancia y su estabilidad. Por eso nos llevan a su misa diaria, nos obligan a entonar una oda a su inevitable existencia, nos llevan a sus rogativas y a sus procesiones mientras rapiñan nuestros magros salarios. Nos piden que recemos por su pronto restablecimiento, como si su salud fuera la nuestra y no fuesen ellos nuestra enfermedad.
Publicado en El País Andalucía