viernes, 1 de mayo de 2009

Vive como quieras

Algunos sesudos comentaristas han señalado la contradicción entre la crisis económica y el éxito de las fiestas populares. Hay algunos que, incluso, llegan a dudar de la profundidad de la crisis a la vista de las aglomeraciones de la Feria de Abril, de ese metro convertido en el primer cacharrito de feria antes de llegar al ferial, de la alegría desbordante que se vive en la ciudad efímera de color y ruido.
Pero las crisis no solo no acaban con las ganas de diversión del personal sino que son un acicate, una oportunidad para sacudirse las diarias preocupaciones y sumergirse en un océano de color y de fraternidad. Para los más críticos solo será una válvula de escape, una ficticia salida ante los horizontes sombríos del presente; para los que lo viven, un modo de sentirse vivos y de sacudirse, aunque sea en ese breve espacio, la penosa sensación de fatalidad con la que se escriben estos tiempos.
La crisis más rotunda que conoció el mundo, el famoso crack de 1929, disparó hasta límites insospechados todos los espectáculos populares, comenzando por el cine, a cuyas salas acudían las familias completas casi a diario, regateando a veces el pan para pagar el pequeño precio de la entrada. En los años más duros de la crisis, los cines y los teatros colgaban los carteles de no hay entradas porque respondían a la necesidad de evasión, de cercanía, de risa y de llanto que tenía la población.
Triunfaron las comedias ligeras, los lujosos escenarios por donde se deslizaban los danzarines en traje de noche pero, sobre todo, las comedias románticas repletas de ternurismo, en las que los pobres eran buenos y felices y los ricos avaros y desgraciados. Siguieron las aventuras de los gánsters surgidos de los barrios en los que el público habitaba y se compadecían de su terrible final. Inventaron una nueva hornada de malos, en particular viejos avaros que se oponían al amor de los pobres amantes. Finalmente, crearon una nueva serie de monstruos de leyenda que representaban, realmente, la sublimación de todas las amenazas reales y de los miedos inconscientes, pero que eran derrotados en la gran pantalla con el aplauso enfervorecido del público.
En Sevilla, la feria ha vencido al monstruo de la crisis por unos días. Ha habido una afluencia al ferial parecida a la de otros años. Se han consumido cantidades similares de fino, manzanilla y jamón de jabugo que en épocas de bonanza económica. Pero, lo sustancial de la feria no es comer, sino reunirse, relacionarse, espantar los malos augurios y las penas. ¿Es acaso, malo, plantar cara al infortunio? Cuanto más cerca se está del abismo más fácil parece vaciar los bolsillos y desprenderse de las escasas monedas que casi para nada servirán en el futuro.
No parece ser, como dicen los sociólogos, un enfermizo afán de evadirse, sino la falta de certezas a las que agarrarse. Cuando los tiempos son malos, el presente toma una fuerza inusitada. Si lo que creíamos tan firme, tan macizo, se ha resquebrajado bajo nuestros pies como una delgada lámina de hielo, es casi necesario agarrarse al día hasta que aparezcan nuevos indicios de otro amanecer. No logro, sin embargo, desprenderme de una aguda sensación de que los tiempos presentes no son sino una espera adormecida, un paréntesis repleto de interrogaciones sobre los nuevos tiempos que nos aguardan.