Artículo de esta semana en El País
Hasta 1996 el PP vivió un proceso de transición para adecuarse a los nuevos tiempos. Sus antiguos líderes estaban vinculados al recuerdo de la dictadura, su bagaje político se identificaba con posturas intransigentes y su discurso no calaba en una sociedad que había abrazado las libertades democráticas y que no estaba dispuesta a ceder un ápice de los derechos conquistados. A los nuevos dirigentes del PP les costó años separarse de la imagen de cerrado y sacristía, de paternóster y de confrontación con la pluralidad nacional. Para conseguirlo, Aznar aprendió a hablar catalán en la intimidad, rehuyó los debates ideológicos que pudieran situarle en las posiciones más reaccionarias, citaba al republicano Manuel Azaña y no tuvo reparos en arrodillarse ante Rafael Alberti, tomarle unos versos prestados y una foto con la que guiñaba el ojo a toda la izquierda.
La derecha que ganó las elecciones de 1996 proclamaba moderación, concordia y respeto al pluralismo. No prometieron cambios legales de calado. Esta derecha de pura gestión no alarmaba excesivamente a una buena parte del electorado de izquierdas que se encogió de hombros ante su primera llegada al poder. A fin de cuentas, la agenda de privatizaciones de empresas públicas y de precarización del mercado laboral ya había sido iniciada por los gobiernos de Felipe González. La mayoría absoluta obtenida en el año 2000 les empujó a su verdadero espacio político: una reforma laboral con tremendos recortes de derechos y su participación en el aventurerismo guerrero de George Bush. Pero esa es otra historia.
El PP de 2010, sin embargo, parece haber recorrido un camino inverso. En los últimos seis años se ha empeñado en ejercer una oposición de fuerte contenido ideológico. Empezaron por una confrontación terrible contra Cataluña en la que cruzaron todos los límites razonables del desacuerdo político; llevaron al Tribunal Constitucional leyes como las de matrimonio homosexual, la igualdad de las mujeres o las listas paritarias; salieron a la calle contra la pazguata asignatura de Educación para la Ciudadanía; se convirtieron en portavoces de los negacionistas del cambio climático y han acompañado a la jerarquía eclesiástica en todos sus dislates y manifestaciones públicas, en las que se alternaban las sotanas y los hábitos de las monjas con las insignias del PP.
El proceso político por el que el PP puede llegar al poder en los próximos años es absolutamente distinto del anterior. Mientras que entonces se revestía incluso de un cierto progresismo, ahora el discurso y las fuerzas que lo impulsan pretenden realizar una especie de contrarreforma legal y social. Lo malo no son las balas, sino la fuerza que las empuja. A tenor de esta ola de conservadurismo social, cultural y económico que les conduce, peligra una gran parte de la legislación actual, especialmente la que atañe a derechos civiles e igualdad de género, enseñanza y mercado laboral, modelo fiscal, ley de inmigración, modelos familiares, gestión pública de los servicios así como la relación del Estado con las Comunidades Autónomas.
No estamos, entonces, hablando de una simple alternancia o de la oxigenación que los sistemas bipartidistas se recetan tras provocar ellos mismos la muerte de la pluralidad y de las ideas. Estamos hablando de un cambio social de calado que reinterpretará las normas básicas. Curiosamente en Andalucía, ni Arenas ni Griñán quieren hablar de ello: el primero porque necesita presentar una imagen moderada y sensata, absolutamente alejada de la trayectoria del PP en los últimos años, y Griñán porque está preso del modelo desarrollista andaluz y teme ser arrastrado por la caída en las encuestas del gobierno de Zapatero. Sin terreno de debate, no les queda más que el árido enfrentamiento sobre el liderazgo, la imagen o sus respectivas cualidades personales. Como si las marcas electorales, sin contenidos, fuesen la gran diferencia y los debates políticos reales un gran estorbo.
La derecha que ganó las elecciones de 1996 proclamaba moderación, concordia y respeto al pluralismo. No prometieron cambios legales de calado. Esta derecha de pura gestión no alarmaba excesivamente a una buena parte del electorado de izquierdas que se encogió de hombros ante su primera llegada al poder. A fin de cuentas, la agenda de privatizaciones de empresas públicas y de precarización del mercado laboral ya había sido iniciada por los gobiernos de Felipe González. La mayoría absoluta obtenida en el año 2000 les empujó a su verdadero espacio político: una reforma laboral con tremendos recortes de derechos y su participación en el aventurerismo guerrero de George Bush. Pero esa es otra historia.
El PP de 2010, sin embargo, parece haber recorrido un camino inverso. En los últimos seis años se ha empeñado en ejercer una oposición de fuerte contenido ideológico. Empezaron por una confrontación terrible contra Cataluña en la que cruzaron todos los límites razonables del desacuerdo político; llevaron al Tribunal Constitucional leyes como las de matrimonio homosexual, la igualdad de las mujeres o las listas paritarias; salieron a la calle contra la pazguata asignatura de Educación para la Ciudadanía; se convirtieron en portavoces de los negacionistas del cambio climático y han acompañado a la jerarquía eclesiástica en todos sus dislates y manifestaciones públicas, en las que se alternaban las sotanas y los hábitos de las monjas con las insignias del PP.
El proceso político por el que el PP puede llegar al poder en los próximos años es absolutamente distinto del anterior. Mientras que entonces se revestía incluso de un cierto progresismo, ahora el discurso y las fuerzas que lo impulsan pretenden realizar una especie de contrarreforma legal y social. Lo malo no son las balas, sino la fuerza que las empuja. A tenor de esta ola de conservadurismo social, cultural y económico que les conduce, peligra una gran parte de la legislación actual, especialmente la que atañe a derechos civiles e igualdad de género, enseñanza y mercado laboral, modelo fiscal, ley de inmigración, modelos familiares, gestión pública de los servicios así como la relación del Estado con las Comunidades Autónomas.
No estamos, entonces, hablando de una simple alternancia o de la oxigenación que los sistemas bipartidistas se recetan tras provocar ellos mismos la muerte de la pluralidad y de las ideas. Estamos hablando de un cambio social de calado que reinterpretará las normas básicas. Curiosamente en Andalucía, ni Arenas ni Griñán quieren hablar de ello: el primero porque necesita presentar una imagen moderada y sensata, absolutamente alejada de la trayectoria del PP en los últimos años, y Griñán porque está preso del modelo desarrollista andaluz y teme ser arrastrado por la caída en las encuestas del gobierno de Zapatero. Sin terreno de debate, no les queda más que el árido enfrentamiento sobre el liderazgo, la imagen o sus respectivas cualidades personales. Como si las marcas electorales, sin contenidos, fuesen la gran diferencia y los debates políticos reales un gran estorbo.