Publicado en El País:
Hablar en estos tiempos de política es visitar una ciudad desolada, llena de cascotes y de materiales de derribo. Aquí y allá se aprecian destellos de edificios todavía hermosos, pero todas las construcciones aparecen bañadas de un polvo grisáceo que difumina los contornos y apaga los colores de la esperanza.
De vez en cuando se arrojan palabras como piedras, recogidas del suelo, sin importar la procedencia, el objetivo y el destino. Una sucesión de malos actores asaltan las pantallas escenificando escándalo, indignación, rara vez esperanza. Ya ni siquiera necesitan preguntas ni periodistas. Estamos en la era del monólogo perfecto, del verdadero Gran Hermano, que es la comunicación directa, unidireccional con la masa anónima. Mientras el público – que hace tiempo perdió su inocencia- bosteza, frunce el ceño y se aleja de la escena.
Ni siquiera el tema estrella de la crisis económica consigue arrancar un destello de interés por la acción política. Los expertos, los gobiernos, los poderes económicos, han situado de una forma tan remota y anónima el origen de la crisis que no queda más que un regusto de desesperanza o la confirmación de que la avaricia universal (deslocalizada, inconcreta y extranjera) es la responsable de todos nuestros males. No hay nada que hacer –nos dicen- , sino esperar que la racionalización de su avaricia nos saque de la crisis actual.
La atmósfera se torna aún más inquietante cuando en medio de las estrecheces diarias de la gente, del paro, del temor por el futuro, aparece en escena un verdadero desfile de delincuentes atildados que han convertido algunas instituciones en sociedades anónimas dedicadas a la extorsión y al cobro de comisiones.
Hay un desprestigio de la política que viene de antiguo, del horror a las ideas, a la democracia y a la diversidad. La dictadura ensalzaba su origen no político y no ideológico. Pero la democracia ha gestado su propia crítica a la política, cargada de razón y de realidad: la constatación de que la política y sus actores se detienen ante la puerta de los poderosos y que culturalmente imitan su forma de vida y comportamientos.
Aunque este desprestigio alcance por igual a todas las formaciones políticas, los cascotes de este derribo caen sobre el espacio de la izquierda y comprometen su futuro. No nos engañemos, la derecha es por definición apolítica y tecnocrática. Su discurso es la ideología de la no-ideología, la pura gestión y la privatización de las ganancias.
Los orígenes de nuestra democracia, con sus debates cerrados y clausurados, no terminaron de definir el nuevo territorio de la política. La responsabilidad de la izquierda es evidente porque tras una primera explosión cultural e ideológica, optó por el pragmatismo más feroz sin abordar siquiera debates elementales sobre economía, fiscalidad, responsabilidad social y poder de la ciudadanía. No es extraño, pues, que se haya diluido el capital simbólico que representaba.
Frente a ello, trescientos artistas e intelectuales han publicado un manifiesto en el que reivindican nuevas políticas y nuevos valores frente a la crisis. Merece la pena pensar en ello e incluso más allá, refundar el papel de la política y de los políticos. Aunque solo sea porque los frutos de la desesperanza suelen ser tremendamente amargos.