lunes, 21 de julio de 2008

Casa de campo




Quien no ha vivido en el campo no sabe que siempre hace viento allí. Incluso en los días más tórridos del verano el viento mueve tu pelo, las copas de los árboles se inclinan ligeramente, y sientes una caricia en la piel. Hay una hora mágica en el campo al atardecer, entre dos luces, en la que a Ana le gusta ir hasta un chaparro cercano y, desde allí, contemplar las laderas suaves de la campiña cordobesa. A esa hora se exhala el calor, la tensión del día. Subida en una pequeña elevación del terreno, con el viento de frente, respira hondo y se siente nueva y libre.
Hoy le viene a la memoria una escena insignificante de un día parecido, hace cinco o seis años, que sin embargo ha permanecido en ella con absoluta claridad. Volvía de su paseo hasta el chaparro. En ese momento su padre salió de la casa, ante la explanada delantera, entrelazó sus manos en la espalda, miró alrededor, y suspiró satisfecho. Su madre apareció en ese instante en la balconada y se reclinó sobre el alfeizar. Miró al cielo y se llevó las manos a la cara, deslizándolas hacia el nacimiento del pelo, como si se desprendiera de toda preocupación. La cara le resplandecía. Excepto Ana, ninguno había advertido la presencia del otro. Estaban cada uno de ellos absortos en la soledad del campo. Ambos respiraban hondo, como solo puede hacerse tras haber terminado la tarea, y miraban al horizonte
Su padre dio unos pasos adelante, arrancó una ramita de pino, la desmenuzó con los dedos y la olió como si fuera una flor fragante. Después se dio la vuelta y entró en la casa. Su madre, casi a la vez, dio la espalda y desapareció de escena. La luz del atardecer se había apagado. Ana cerró dolorosamente los ojos unos minutos. Tuvo la certeza de que había sido el único testigo de una despedida para siempre. Que ya nada sería igual y que, a pesar de todo, era un final tranquilo, como el de un día caluroso.