Sevilla huele a azahar. Por todos los rincones te asalta ese perfume entre dulce y ácido, como íntimo, que aquí nos retorna a la infancia cada año. Mi amiga y yo estamos enfrascadas en una conversación particular, que nos evade del ruido ambiental, de la música excesivamente alta, de las voces de los demás que charlan animadamente de política. Es curioso, como la comunicación es capaz incluso de modificar el espacio y el tiempo. Cuando de verdad una conversación interesa se amortiguan los ruidos de alrededor, se acorta el tiempo, se produce una burbuja que hace que no escuchemos siquiera las voces de los que tenemos al lado.
Hablábamos de la soledad. Mantiene mi amiga, que ese afán de sentirnos únicos, especiales, irremplazables, es solo un efecto de la soledad. Que esa presentación obsesiva del yo que preside todo el entramado social no es más que una demostración multitudinaria de soledades. Cree, mi amiga, que la idea de sentirnos únicos, tan trabajada en la nueva identidad, no es sino la cara oculta de la moneda de sentirnos solos. Conversábamos sobre esta idea y le añadíamos, como a un lienzo recién empezado a pintar, nuevos detalles: nos consideramos seres que han surgido de su propia energía, que no deben nada a nadie solo a su esfuerzo, a su inteligencia o a la astucia social.
Propone, por el contrario, mi amiga combatir esta soledad con el reconocimiento de todas aquellas personas que han influido positivamente en nuestra vida: ese profesor que nos hizo amar la literatura, esa mujer que nos abrió caminos nuevos, ese hombre que nos enseñó a amar…No se trata de reconocimientos remotos, históricos. No hablábamos de reconocer el valor de Shakespeare, ni de las sufragistas, ni de los mitos heroicos de la lucha por la libertad, sino del reconocimiento sencillo, inmediato de la gente que ha pasado por nuestra vida y a la que debemos, en buena parte, aquello que somos o, por lo menos, nuestros mejores sueños. Solo así, mantiene ella, podemos reconocernos en otros, sentir que formamos parte de una historia, que hemos crecido en la tierra y con el sustrato de muchos otros. Solo así conjuraremos el fantasma de la soledad.
Hablábamos de la soledad. Mantiene mi amiga, que ese afán de sentirnos únicos, especiales, irremplazables, es solo un efecto de la soledad. Que esa presentación obsesiva del yo que preside todo el entramado social no es más que una demostración multitudinaria de soledades. Cree, mi amiga, que la idea de sentirnos únicos, tan trabajada en la nueva identidad, no es sino la cara oculta de la moneda de sentirnos solos. Conversábamos sobre esta idea y le añadíamos, como a un lienzo recién empezado a pintar, nuevos detalles: nos consideramos seres que han surgido de su propia energía, que no deben nada a nadie solo a su esfuerzo, a su inteligencia o a la astucia social.
Propone, por el contrario, mi amiga combatir esta soledad con el reconocimiento de todas aquellas personas que han influido positivamente en nuestra vida: ese profesor que nos hizo amar la literatura, esa mujer que nos abrió caminos nuevos, ese hombre que nos enseñó a amar…No se trata de reconocimientos remotos, históricos. No hablábamos de reconocer el valor de Shakespeare, ni de las sufragistas, ni de los mitos heroicos de la lucha por la libertad, sino del reconocimiento sencillo, inmediato de la gente que ha pasado por nuestra vida y a la que debemos, en buena parte, aquello que somos o, por lo menos, nuestros mejores sueños. Solo así, mantiene ella, podemos reconocernos en otros, sentir que formamos parte de una historia, que hemos crecido en la tierra y con el sustrato de muchos otros. Solo así conjuraremos el fantasma de la soledad.
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