lunes, 25 de agosto de 2008

Buchenwald



La carretera es una herida en un bosque de ensueño. En la colina más alta se alzaba el Castillo de Ettersberg , donde Goethe deleitaba a la corte con sus invenciones y sus poemas. Escribía: “Amigo mío, todas las teorías son grises; solamente está lozano el árbol dorado de la vida”.
Para construir el campo de concentración talaron los árboles centenarios y solo quedó, (no se sabe por qué capricho del destino) un enorme ejemplar que algunos reclusos bautizaron como “el árbol de Goethe”. El verdor de sus hojas, la fortaleza de su tronco, ajena a todo el dolor circundante, ponía una única nota de esperanza en los corazones. Si conseguían mantenerse, si no se abandonaban a la tentación de desfallecer,(de ser kaputt, muslin, exiliado de la vida) quizá ellos se alzaran, como el árbol, por encima de esa pesadilla.
En Buchenwald la muerte era un engaño, un juego caprichoso que se tornó aburrido. Algunos prisioneros eran asesinados en el cuarto donde simulaban pesarlos y tomarles las medidas. Tras la barra de la medición se había practicado un agujero desde donde se disparaba la pistola justo a la altura del cerebelo. Con otros, se simulaban trabajos que los situaban debajo de las cuerdas de ahorcamiento. Los menos afortunados vivieron en sus cuerpos los efectos de los virus y enfermedades con las que jugaban a ser médicos los matarifes del campo.
Hoy hay mucho silencio allí. Recorremos los lugares sin hacer ruido, como en un templo maldito. Hablamos en voz baja, con reverencia. Parece como si allí solo estuvieran los muertos y no los asesinos.
Confieso que formo parte de (ahora lo sé) una legión de lectores que hemos devorado la literatura de los campos, (Paul Steinberg, Primo Levi, Jean Amery, Liana Milu, Semprún…) con el alma suspendida, intentando extraer el mayor conocimiento de la escritura exacta, increíblemente objetiva, de sus autores. Caminaba como en un sueño por uno de sus edificios. Empujé una puerta y me vi, cara a cara, con los hornos crematorios. La puerta se cerró en aquel momento. No había nadie en la sala, solo mi imaginación y yo. Fue solo un instante de horror verdadero.
A la vuelta el bosque borra las huellas. La belleza del paisaje desmiente lo que has visto. No ha podido ocurrir. Aquí no. En la bella ciudad de Weimar es imposible. Por aquí paseaban Schiller y Goethe, componía sus obras Bach, pintaba Lucas Cranach, nacía al mundo la Bauhaus y crecían los árboles más bellos y dorados.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y junto a tanta belleza, como por contradecirla, el horror, el horror conradiano.
Rigoletto

Concha Caballero dijo...

Rigoletto, me alegro mucho de reencontrarte. He visitado tu blog y he encontrado tus bellos relatos. Un beso