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domingo, 11 de mayo de 2014

LAS MIL MUERTES DE FRANCO













 Publicado en el  País de Andalucía

    Julia había tenido una vida feliz hasta que cumplió los 15 años y empezaron a caer sobre ella una lluvia de prohibiciones. Muchas tenían que ver con su condición femenina y esa vigilancia especial sobre el sexo que las familias debían ejercer y otras con la libertad de leer, escuchar música o manifestar sus opiniones. Empezó a conocer gente distinta, a alimentar un ansía de vida y de conocimientos que necesitaban urgentemente el oxígeno de la libertad. Franco murió en su casa el día en que apareció vestida con una minúscula minifalda, un abrigo abierto y largo hasta los pies, unas enormes gafas de sol en pleno invierno y un disco de canciones con letras incomprensibles.

   Varios años antes de que muriera el dictador, el franquismo había muerto en cada casa de una forma diferente. Acabaron con él los jóvenes que no aceptaban las prohibiciones, la incultura, la hipocresía de una sociedad irrespirable. Miles de jóvenes como Julia abandonaron sus casas, hicieron de la universidad y de los centros de enseñanza su cuartel general y se enfrentaron cara a cara con los antidisturbios, las multas y las expulsiones. Muchos de ellos perdieron sus becas, sus carreras, su amparo familiar. Ni siquiera voy a citar las detenciones, las palizas, las torturas, con las que cientos de policías como Billy el Niño intentaban borrar las aspiraciones de libertad.

   Eduardo ya no era tan joven, había cumplido los 30. Era trabajador de una fábrica automovilística de Sevilla. En su casa le habían enseñado dos cosas absolutamente contradictorias: el ansia de libertad y el miedo a la represión. A los de su generación les tocó salir a la calle a conquistar las libertades. Ellos siempre las citaron así, en plural, con contenido concreto. Fue detenido, apaleado, encerrado en cinco ocasiones. No le da una gran importancia a todo esto. “Los que lo tuvieron duro fueron los que pelearon unos años antes. Esos sí que eran héroes”, sentencia.

   Es verdad que Franco murió en la cama, pero el franquismo murió en cada casa, en cada plaza, en cada pueblo y ciudad. Acabaron con él una resistencia histórica a la dictadura y la incorporación de millones de jóvenes a la causa de la libertad. Solo quienes permanecieron aferrados a la dictadura hasta el último momento pueden proclamar que la democracia la trajeron unos cuantos próceres que se pusieron de acuerdo en un texto constitucional y en una forma de gobierno. No, la democracia se implantó como último recurso porque el régimen de Franco era ya insostenible, porque la calle ya no era suya y, a pesar del miedo, cada vez más sectores necesitaban respirar el aire de la libertad.

   Las Julias y Eduardos son los verdaderos héroes de la transición. Los nombres conocidos sólo pactaron las nuevas reglas de juego —que no es poco— y plasmaron las condiciones de sus respectivas derrotas. ¿Se pudo haber avanzado más? ¿Faltaron fuerzas para hacer una verdadera ruptura democrática o se renunció gratuitamente a ella? Desgraciadamente antes importaba quién escribía la historia, ahora solo interesa quién hace la escaleta del próximo telediario. Aún así, son más importantes los sueños del futuro que la historia del pasado. Y me temo que con estos nuevos mitos no pretenden tanto modificar la historia como vacunarnos contra el sueño de un futuro que no controlan.

sábado, 22 de octubre de 2011

APUNTEN LA FECHA


Publicado en el País Andalucía 

Les he dicho a mis jóvenes alumnos que apunten esta fecha en sus cuadernos, que recuerden que fueron testigos del último comunicado de ETA, de los últimos encapuchados, de la última aparición del siniestro símbolo de la serpiente y el hacha. Han crecido en un país en el que, junto al nombre de las fuerzas políticas democráticas, aprendieron el acrónimo de la banda terrorista. Los que vengan después tendrán más suerte: no verán en su tierra más bombas, ni víctimas, ni sangre en las calles. Tampoco tendrá que germinar en sus mentes el rencor ni la mancha del odio que envenena incluso el sueño de los justos.
Han aplaudido con alegría este final y han preguntado si será para siempre. "Esperemos que sí", les he contestado porque el temor camina más deprisa que la alegría y no quiero que ninguna cautela nos prive de la felicidad de este día. Tiene que ser para siempre por todo lo que decenas de expertos han argumentado en estas últimas cuarenta y ocho horas pero también porque su discurso está muerto, acabado y obsoleto. Resultaría cómico, si no fuese siniestro, esa aparición fantasmal, esas capuchas blanquecinas, esos gestos contundentes con que acompañan un relato fracasado. Su aparición resulta anacrónica como una vieja película en blanco y negro. No hay quien pueda mantener, hoy en día, que Euskadi es una tierra oprimida por un Estado represor. No hay quien pueda decir que la comunidad con mejor financiación autonómica, con menor paro, con mayor industrialización sea la víctima de un Estado centralista. Y sobre todo, nada justifica defender las ideas independentistas con la pistola en el cinto y la cara cubierta.
Por eso sentimos una desbordante alegría que nada ni nadie podrá empañar: ni ETA con su brutal olvido de las víctimas, ni los agoreros que anuncian nuevas catástrofes y que marchan hoy a contracorriente de una sociedad que sonríe ante las perspectivas de un futuro sin violencia. No es que seamos ingenuos, ni que hayamos bajado la guardia ante las artimañas de la banda armada, es que nos negamos a quedar presos del pasado, o a utilizar el dolor de las víctimas para inmovilizar a la sociedad. A fin de cuentas, el mejor homenaje que se puede tributar a los que perdieron su vida o su integridad física es haber vencido a la banda terrorista y haberlo hecho por métodos impecablemente democráticos.
En toda la historia de su existencia no hay nada que haya fortalecido más a la organización terrorista que el turbio episodio en que el Estado se enfangó en la guerra sucia y adoptó sus mismos métodos. Como a los fantasmas, la luz de la democracia los volatiliza, los disuelve -aunque el tiempo y el dolor hayan sido excesivos- mientras que las tinieblas son el elixir del que se alimentan.
El final de ETA es una liberación para el conjunto de la sociedad española, y no digamos de la sociedad vasca, que ya puede respirar en libertad sin el corsé que la violencia impone. Algún día se estudiará el tremendo papel que jugó en la transición a la democracia dificultando el tránsito a la libertad sembrando de muertos el camino y siendo la excusa perfecta para una involución política que, afortunadamente, fracasó en el golpe de Estado del 23-F. Durante décadas ETA ha ocupado el foco de la acción política, ha distraído de los debates sociales más importantes, ha impuesto su presencia obsesiva y ha dificultado todo tipo de procesos. En todos los casos ha sido el mejor aliado para las tesis más involucionistas y reaccionarias. Por eso a algunos les va a costar asumir el panorama político "postetarra". Se trata de los que utilizaron el terrorismo como tema de confrontación política, los que dividen a las víctimas y los que cimentaron sus carreras políticas o sus negocios editoriales con la siembra desoladora de la sospecha. Pero la inmensa mayoría de la sociedad española siente una gran alegría ante el final de la banda y no son bobos, simplemente saben reconocer las buenas noticias cuando se producen. Y es que, algunas veces, cuando todos nos empeñamos y aportamos nuestra colaboración, los sueños se cumplen.

martes, 3 de noviembre de 2009

Pecados originales


Publicado en El País:
Hablar en estos tiempos de política es visitar una ciudad desolada, llena de cascotes y de materiales de derribo. Aquí y allá se aprecian destellos de edificios todavía hermosos, pero todas las construcciones aparecen bañadas de un polvo grisáceo que difumina los contornos y apaga los colores de la esperanza.
De vez en cuando se arrojan palabras como piedras, recogidas del suelo, sin importar la procedencia, el objetivo y el destino. Una sucesión de malos actores asaltan las pantallas escenificando escándalo, indignación, rara vez esperanza. Ya ni siquiera necesitan preguntas ni periodistas. Estamos en la era del monólogo perfecto, del verdadero Gran Hermano, que es la comunicación directa, unidireccional con la masa anónima. Mientras el público – que hace tiempo perdió su inocencia- bosteza, frunce el ceño y se aleja de la escena.
Ni siquiera el tema estrella de la crisis económica consigue arrancar un destello de interés por la acción política. Los expertos, los gobiernos, los poderes económicos, han situado de una forma tan remota y anónima el origen de la crisis que no queda más que un regusto de desesperanza o la confirmación de que la avaricia universal (deslocalizada, inconcreta y extranjera) es la responsable de todos nuestros males. No hay nada que hacer –nos dicen- , sino esperar que la racionalización de su avaricia nos saque de la crisis actual.
La atmósfera se torna aún más inquietante cuando en medio de las estrecheces diarias de la gente, del paro, del temor por el futuro, aparece en escena un verdadero desfile de delincuentes atildados que han convertido algunas instituciones en sociedades anónimas dedicadas a la extorsión y al cobro de comisiones.
Hay un desprestigio de la política que viene de antiguo, del horror a las ideas, a la democracia y a la diversidad. La dictadura ensalzaba su origen no político y no ideológico. Pero la democracia ha gestado su propia crítica a la política, cargada de razón y de realidad: la constatación de que la política y sus actores se detienen ante la puerta de los poderosos y que culturalmente imitan su forma de vida y comportamientos.
Aunque este desprestigio alcance por igual a todas las formaciones políticas, los cascotes de este derribo caen sobre el espacio de la izquierda y comprometen su futuro. No nos engañemos, la derecha es por definición apolítica y tecnocrática. Su discurso es la ideología de la no-ideología, la pura gestión y la privatización de las ganancias.
Los orígenes de nuestra democracia, con sus debates cerrados y clausurados, no terminaron de definir el nuevo territorio de la política. La responsabilidad de la izquierda es evidente porque tras una primera explosión cultural e ideológica, optó por el pragmatismo más feroz sin abordar siquiera debates elementales sobre economía, fiscalidad, responsabilidad social y poder de la ciudadanía. No es extraño, pues, que se haya diluido el capital simbólico que representaba.
Frente a ello, trescientos artistas e intelectuales han publicado un manifiesto en el que reivindican nuevas políticas y nuevos valores frente a la crisis. Merece la pena pensar en ello e incluso más allá, refundar el papel de la política y de los políticos. Aunque solo sea porque los frutos de la desesperanza suelen ser tremendamente amargos.

sábado, 22 de noviembre de 2008

EL DÍA QUE MURIÓ FRANCO


Cuando murió Franco yo era excesivamente joven, si es que se puede ser joven en ese grado. Creía que estudiar, aprender, leer era el privilegio de mayor rango. De hecho todavía lo pienso. Lo único que me desagradaba de la política era que me arrancaba de los libros; lo mejor, que me refrescaba con un azote de realidad que yo no había conocido.
Los días anteriores a su muerte, los mayores –y creía que entonces más avanzados- brindaron con champagne durante días por la muerte del dictador. Yo entonces no bebía nada pero sonreía ante sus esperanzas. Volvía pronto a casa cada noche, a las diez en punto, porque según los padres de esa época el sexo y la perversión asomaban sus ojos a partir de aquella hora invernal. Volvía a mi hora pero ajena. Mi padre rogaba para que todo siguiera igual, yo para que todo cambiara y se abriera un mundo nuevo.
Recuerdo la mañana de la muerte de Franco, llena de sonrisas y de complicidades. Inexplicablemente no ocurrió nada. Todo era un compás de espera, como si la historia se escribiera sola. Queríamos noticias, novedades, y solo nos llegaban chismes, conversaciones de salón disfrazadas de sesudos análisis políticos. En casa el miedo se había instalado y las normas se volvieron más rígidas. Mi esperanza, sin embargo, era mayor.
Durante meses nada sucedió. Los estudiantes hacíamos pintadas y carteles. Alguno moría en un “coletazo del régimen” que nos partía el alma. Pero, en general, el tiempo era de espera.
Un día tuvimos un acto en el Colegio de Doctores y Licenciados y un profesor, al que confesé mi decepción, me dijo:
· No te preocupes. Las cosas van a cambiar, pero con otro ritmo. Ya lo tienen todo decidido.
· ¿Quiénes?
· ¿Quién va a ser? La casa real… los americanos… Europa. Va a haber una reforma pactada.
Durante algún tiempo aquello me afectó mucho. La gente de la calle no contaba para nada, los principios innegociables caían al suelo. La vida no iba a cambiar, no iba a haber un estallido de color y libertad.
Hoy estamos perdiendo la memoria vital de esos años de la transición. Nos cuentan y falsifican la historia. No me gustan los documentales de dictadores moribundos, las crónicas detalladas de sus últimos días. Hay en ellas un fondo de humanidad que nos iguala, nos equipara. Aquel tiempo no tenía el color sepia con el que se emite. No había un rey con un fondo democrático.No era tampoco un episodio de Cuéntame. Era un tiempo contradictorio, de colores intensos. En blanco y negro sólo vivían los partidarios del régimen. El resto éramos color, fantasía y, quizá, -como apunta Ferrán- mucha ingenuidad.