sábado, 14 de febrero de 2009

Caza Mayor

Dice el PP que el ministro de Justicia y el juez Garzón aprovecharon una jornada de caza para conspirar contra ellos y que esto desacredita toda la investigación sobre la trama de corrupción de su partido. Yo no lo creo.Conozco los ambientes de la caza mayor, he escuchado horrorizada desde niña sus relatos de monterías y, creedme, allí se desdibujan las creencias, las ideologías y la realidad inmediata. El más declarado urbanita se transfigura en un ser campestre, que disfruta con los placeres sencillos que ofrece el monte: esa neblina de las primeras horas que se disipa lentamente sobre los arbustos, el olor de la madera quemada, las pisadas en la tierra más suaves que en el asfalto, como si anduvieran por el cielo. Se transfiguran en gentes sencillas de la serranía, hablan con familiaridad con personas a las que ni siquiera saludarían en su vida real. Comparten comida, vino y anécdotas de la jornada como niños en un día de excursión. Pero el momento cumbre es, cuando tras una espera dilatada, aparece un ciervo entre los arbustos. Contienen la respiración y sienten cómo se fragua un silencio que detiene el tiempo. Se acercan con lentitud, sin hacer ningún ruido, a la presa. Hay verdadera admiración hacia ella, especialmente cuando el animal levanta la cabeza y los mira con sus enormes ojos, paralizado no se sabe si por el horror o por una ancestral comprensión de la situación. El cazador, entonces, siente un vahído de amor, murmura para sí un “no te muevas”, como si en vez de disparar la escopeta, estuviera plasmando una obra de arte con sus manos. Concede a la víctima unos segundos para que emprenda la huída. Si los aprovecha, no le disparará mientras huye porque resulta indigno herir por la espalda a tan bello compañero. Pero el ciervo está detenido, como si hubiera asumido su destino, y segundos después cae herido de muerte. Hay tristeza en los ojos del cazador. El bulto informe que hay a sus pies ya no es el ciervo elegante que recorría el monte; sin movimiento, sin el giro inocente de su cuello, ya no es nada. A veces, al final de la jornada, alguien dispara una foto al cazador sonriente entre sus trofeos. A los no iniciados esas fotos nos parecen de una obscenidad insultante pero ellos no se avergüenzan, solo creen que no hemos comprendido la mística unión de la naturaleza con el juego de la muerte. He oído contar estas experiencias miles de veces, su ritual, su ritmo, su liturgia. La muerte de un inocente es un placer exquisito para ellos. Al día siguiente, vuelven a los juzgados, a los despachos, al Ministerio, rejuvenecidos por este baño de sangre pura.
PD. Para que compartan el profundo horror que me causan estos cazadores y sus patéticos sentimientos, les obsequio este breve video de la ejecución de un inocente.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Concha, tú, tan "de letras", tan "de buena familia", ¿cómo sabes tanto de caza mayor, menor o mediana? No te veo yo de montería, pero has descrito el ritual con una pecisión milimétrica y literaria, como de tragedia fatalista y tribal. Me ha gustado. Tu ´descripción, no la caza, algo que no conseguiré entender en mi vida: matar como placer (?).
Cada vez me gusta más como escribes.
Rigoletto

Anónimo dijo...

Uy, si yo te contara...sólo los niños saben odiar de forma pura la violencia contra los animales...Caza mayor, toros, galgos colgados en los árboles tras la temporada de caza...y encubriéndolo todo la mística del deporte y del amor a la naturaleza...Creo que todos lo hemos vivido.

Anónimo dijo...

Querida Concha:

Me asomo al blog, días después de estar paralizado tras diversos horrores. La muerte en Sevilla de una joven a manos de quien más la quería...La muerte de los viajeros al fin de la noche...La muerte de los inocentes, de esos habitantes de la naturaleza vulnerada por la obscenidad y el escupitajo desalmado del tirador. Las bravuconadas de macho de los cazadores me parecen tan horribles como el machismo de las mujeres arregladas para la "fiesta nacional" en la que se tortura a un animal a manos de un grupo de salvajes vestidos de diablos (los payasos somos gente honrada) con uniforme de gala. Y sobre todo, el macho mayor, al que ni siquiera falta el marcar paquete propicio a la mirada entusiasta de las madamas: justo a la altura de la muerte.

La fotografía de los ciervos muertos, entre los que pasea el juez ¿no te recuerda las imágenes de los cadáveres de seres humanos rescatados de la ignominia de las fosas, del anonimato de esa igualdad atroz en la que se pierde todo sentido individual, porque el asesinato nos iguala a todos, nos convierte a todos en materia orgánica desfigurada, inexpresiva, estandarizada...? Lo que fue un animal atento a su nutrición y a su reproducción, que completaba el paisaje, animal de fondo alzando su cabeza armada, la humedad de sus ojos negrísimos, su mirada sepultando un instinto que no conoceremos, es ahora una "pieza", para no dejar de usar el lenguaje de los valientes. ¡Cuanto valor, es cierto, se precisa para apuntar a un animal que nunca podrá responder ni al fuego ni a la dentellada: ni tiro, ni veneno, ni navaja, que decía Gloria Fuertes. ese animal sólo responde a la escena con lo que se le pide: con su belleza. El horror no tendría sentido, el espanto no tendría escenario sin la magnitud de esa perfecta presencia del ciervo vivo. Y el triunfo de la voluntad, el éxito mezquino del jugador de ventaja, del tramposo de siempre, del acomplejado que puede superar lo que en la lucha de iguales pierde, no tendría sentido sin esa capacidad de abolir la belleza, el poderío inconsciente del ciervo existiendo.

En grupo, los cadáveres han claudicado, se han dejado ir, son carne, ni siquiera son polvo enamorado o ceniza que tendrá sentido. Son suciedad, sangre, pestilencia de muerte, atrocidad que sólo es hermosa para quien la ha producido. A nosotros nos han robado algo irrepetible. Mucho menos importante que su placer miserable. El que disfruta matando y convierte la muerte de un ciervo en un acto de "amor a la naturaleza" (manda huevos con Delibes...!) ¿cómo contemplará el amor más que como un acto secundario, un reflejo, un hecho tan contingente en nosotros mismos como su afición. La solemnidad de la muerte no acepta fragmentaciones. Convertida en un deporte...¿quién le devuelve a esa clasificación un rango de desdicha?

No me enseñes videos como ese, Concha, que me rompes el alma y ya sabes cómo la tengo...

Besos
ferran