No es un tema de segundo orden la existencia o no de una televisión pública. No se puede despachar con dos frases manidas la conveniencia o no de disponer de un servicio público de esta naturaleza, ni se pueden producir cambios drásticos en su modelo sin haber diseñado antes qué objetivos y hacia qué camino se orientan.
El gobierno central ha decidido, de forma brusca e inesperada, poner fin a la publicidad en la radio y televisión pública estatal, sin aclarar de forma convincente de dónde saldrán los 500 millones de euros que dependen de esta fuente de financiación y sin los cuales la cadena estatal tendría que reducir prácticamente a la mitad su producción y su influencia. En Andalucía también se ha abierto el debate sobre la financiación de la televisión pública RTVA.
Es lógico que las cadenas competidoras hayan celebrado con alborozo esta medida de la que salen ganando doblemente: por un lado, se repartirán la tarta publicitaria actual y, por otro, son conscientes de que su principal cadena competidora deberá recortar drásticamente gastos y audiencia. Sin embargo, ¿es eso lo que nos interesa a los ciudadanos? ¿Es algo bueno para el desarrollo democrático, para la pluralidad de opiniones, para la diversidad cultural, para el propio sector audiovisual e incluso para el cine, el entregar el último reducto público al más puro mercado?
Alguien puede decir –y no sin razón- que gran parte de las cadenas públicas de televisión habían perdido su sentido y sus objetivos, que no hay forma de distinguir a vuelo de zapping el carácter público o privado de una cadena ya que todas ellas se entregan por igual al más zafio entretenimiento, a la superficialidad de las informaciones, a los productos de bajo nivel crítico y cultural. A estos solo puedo decirles que sin televisiones públicas, o con una disminución sustancial de estas, el panorama se volverá todavía más desolador, más carnívoro, soez y comercial. No hay más que divisar los paisajes televisivos de EEUU e incluso la propia Italia para saber hasta qué punto puede llegar la codicia televisiva y cómo han conseguido que la única forma de ver programas de una mínima calidad sea pagando una cadena de televisión por cable, con lo cual se ha alcanzado una privatización cultural y simbólica extraordinaria.
Otra cosa muy distinta es que las televisiones públicas deben cambiar de modelo, abandonar sus veleidades con los culebrones, las imitaciones descaradas de formatos sin asomo de servicio público, las tentaciones de disponer de los informativos como una maquinaria electoral al servicio del poder.
En cuanto a la publicidad, sin suprimir esta forma de financiación, las cadenas públicas deberían enarbolar su independencia y sus criterios de calidad y de servicio público. Deberían dar ejemplo no interrumpiendo con cortes publicitarios la emisión de películas, reduciendo las pausas publicitarias en el resto de la programación de forma que no tengamos la penosa sensación de ser rehenes de los anunciantes. Tendrían que haber rechazado, hace tiempo, el patrocinio comercial de programas, los abusos de las teletiendas, las llamadas a teléfonos comerciales, cualquier publicidad sexista y, sin duda, una buena parte de la publicidad dirigida a menores y adolescentes que son,hoy por hoy, el cliente favorito de los anuncios.
El gobierno parece, con esta medida, querer contentar a los grandes medios audiovisuales en vísperas electorales, antes que determinarse a emprender la gran renovación que las cadenas públicas de televisión necesitan para garantizar su futuro.
El gobierno central ha decidido, de forma brusca e inesperada, poner fin a la publicidad en la radio y televisión pública estatal, sin aclarar de forma convincente de dónde saldrán los 500 millones de euros que dependen de esta fuente de financiación y sin los cuales la cadena estatal tendría que reducir prácticamente a la mitad su producción y su influencia. En Andalucía también se ha abierto el debate sobre la financiación de la televisión pública RTVA.
Es lógico que las cadenas competidoras hayan celebrado con alborozo esta medida de la que salen ganando doblemente: por un lado, se repartirán la tarta publicitaria actual y, por otro, son conscientes de que su principal cadena competidora deberá recortar drásticamente gastos y audiencia. Sin embargo, ¿es eso lo que nos interesa a los ciudadanos? ¿Es algo bueno para el desarrollo democrático, para la pluralidad de opiniones, para la diversidad cultural, para el propio sector audiovisual e incluso para el cine, el entregar el último reducto público al más puro mercado?
Alguien puede decir –y no sin razón- que gran parte de las cadenas públicas de televisión habían perdido su sentido y sus objetivos, que no hay forma de distinguir a vuelo de zapping el carácter público o privado de una cadena ya que todas ellas se entregan por igual al más zafio entretenimiento, a la superficialidad de las informaciones, a los productos de bajo nivel crítico y cultural. A estos solo puedo decirles que sin televisiones públicas, o con una disminución sustancial de estas, el panorama se volverá todavía más desolador, más carnívoro, soez y comercial. No hay más que divisar los paisajes televisivos de EEUU e incluso la propia Italia para saber hasta qué punto puede llegar la codicia televisiva y cómo han conseguido que la única forma de ver programas de una mínima calidad sea pagando una cadena de televisión por cable, con lo cual se ha alcanzado una privatización cultural y simbólica extraordinaria.
Otra cosa muy distinta es que las televisiones públicas deben cambiar de modelo, abandonar sus veleidades con los culebrones, las imitaciones descaradas de formatos sin asomo de servicio público, las tentaciones de disponer de los informativos como una maquinaria electoral al servicio del poder.
En cuanto a la publicidad, sin suprimir esta forma de financiación, las cadenas públicas deberían enarbolar su independencia y sus criterios de calidad y de servicio público. Deberían dar ejemplo no interrumpiendo con cortes publicitarios la emisión de películas, reduciendo las pausas publicitarias en el resto de la programación de forma que no tengamos la penosa sensación de ser rehenes de los anunciantes. Tendrían que haber rechazado, hace tiempo, el patrocinio comercial de programas, los abusos de las teletiendas, las llamadas a teléfonos comerciales, cualquier publicidad sexista y, sin duda, una buena parte de la publicidad dirigida a menores y adolescentes que son,hoy por hoy, el cliente favorito de los anuncios.
El gobierno parece, con esta medida, querer contentar a los grandes medios audiovisuales en vísperas electorales, antes que determinarse a emprender la gran renovación que las cadenas públicas de televisión necesitan para garantizar su futuro.
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