Dicen que personalizar es la clave de toda narración, que a nadie conmovería el hundimiento del Titanic y sus mil quinientos muertos, sin la historia de amor entre Rose y Jack, sin contemplar sus rostros ateridos entre las brumas. Se estudia, en los manuales de comunicación, que el mundo entero se conmovió con la muerte ante las cámaras de la niña Omaira Sánchez y que sin ella no hubiera trascendido la tragedia que sufrió el pueblo de Colombia. En definitiva, que no nos interesa la historia sino las historias.
Hasta la muerte y la tragedia necesitan un guión, unos protagonistas, unas cámaras que lo retransmitan. Nuestra conciencia se ha vuelto tan reseca, tan árida y ajena que necesitamos imágenes de impacto para que algo se mueva en nuestro interior.
Debe ser por eso que el mundo no se ha estremecido ante el anuncio de la ONU de que este año habrá mil millones de hambrientos en el planeta, una cifra record en la historia de la humanidad que muestra con dureza cómo la globalización ha conseguido socializar la miseria por todo el globo terráqueo.
De nada sirven los argumentos racionales con que la ONU acompaña su informe: las estadísticas terribles; el recuento de mentiras y de incumplimientos de las grandes cumbres internacionales; la constatación de que tan solo con el 0,01 por ciento de lo que los países desarrollados han aportado para rescatar la banca se hubiera solventado esta crisis alimentaria. Nada de lo que ocurra por debajo del paralelo 36 llega al corazón de piedra de los países desarrollados.
Aunque emocionalmente nos encontremos más cerca del hambriento que de Lehman Brothers, se ha forjado un hilo invisible de complicidad según el cual nuestro destino está más ligado a la suerte de los fraudulentos banqueros que a los hambrientos del planeta.
La cumbre del G-20 ha tomado nota de nuestra indiferencia y, simplemente, ha pasado página de una agenda que creían podría convertirse en un clamor mundial: un mundo más justo, más control sobre los movimientos de capital, más poder público. Ahora saben, con precisión, que nuestra avaricia microeconómica está hecha de la misma materia que su rapiña estratosférica. Las voces críticas han sido convenientemente silenciadas. Por eso no habrá ningún ajuste esencial en el modelo económico mundial, sino puros cambios burocráticos para llevar una contabilidad algo menos “creativa” de los riesgos.
Mil millones de hambrientos y nadie quiere escuchar las razones de esta terrible noticia porque apuntan directamente a nuestro estilo de vida: a la rapiña del mercado alimentario, a los ajustes del mercado de materias primas, al cambio climático que está golpeando en primer lugar a aquellos que apenas conocen lo que es el consumo energético, como si un Dios ciego, masculino y blanco que vive en el hemisferio norte, hiciera llover tormentas y desastres sobre el sur del planeta. Ironías del siglo veintiuno.
A la ONU le han faltado, no datos ni razones, sino guionistas, cámaras, directores de cine, novelistas, medios de comunicación que abran una pequeña ventana a la realidad. Le ha faltado, sobre todo, una ciudadanía capaz de acusar con el dedo a sus gobiernos por cada muerte que se evitaría con un tazón de leche y de arroz . Vendrán imágenes de hambrunas y serán terribles. Apagaremos entonces el televisor (¡Oh, sí! ¡somos tan sensibles ante las imágenes de niños escuálidos!). Incluso en esos momentos nos resultará difícil desprendernos de un puñado de euros para socorrer la tragedia. Nos diremos que ya es inevitable. ¿Acaso encogerse de hombros es un crimen? –nos preguntaremos. Y ya sabemos la respuesta, pero desafortunadamente no hay cárcel, no hay castigo, no hay infierno para los corazones solitarios
Hasta la muerte y la tragedia necesitan un guión, unos protagonistas, unas cámaras que lo retransmitan. Nuestra conciencia se ha vuelto tan reseca, tan árida y ajena que necesitamos imágenes de impacto para que algo se mueva en nuestro interior.
Debe ser por eso que el mundo no se ha estremecido ante el anuncio de la ONU de que este año habrá mil millones de hambrientos en el planeta, una cifra record en la historia de la humanidad que muestra con dureza cómo la globalización ha conseguido socializar la miseria por todo el globo terráqueo.
De nada sirven los argumentos racionales con que la ONU acompaña su informe: las estadísticas terribles; el recuento de mentiras y de incumplimientos de las grandes cumbres internacionales; la constatación de que tan solo con el 0,01 por ciento de lo que los países desarrollados han aportado para rescatar la banca se hubiera solventado esta crisis alimentaria. Nada de lo que ocurra por debajo del paralelo 36 llega al corazón de piedra de los países desarrollados.
Aunque emocionalmente nos encontremos más cerca del hambriento que de Lehman Brothers, se ha forjado un hilo invisible de complicidad según el cual nuestro destino está más ligado a la suerte de los fraudulentos banqueros que a los hambrientos del planeta.
La cumbre del G-20 ha tomado nota de nuestra indiferencia y, simplemente, ha pasado página de una agenda que creían podría convertirse en un clamor mundial: un mundo más justo, más control sobre los movimientos de capital, más poder público. Ahora saben, con precisión, que nuestra avaricia microeconómica está hecha de la misma materia que su rapiña estratosférica. Las voces críticas han sido convenientemente silenciadas. Por eso no habrá ningún ajuste esencial en el modelo económico mundial, sino puros cambios burocráticos para llevar una contabilidad algo menos “creativa” de los riesgos.
Mil millones de hambrientos y nadie quiere escuchar las razones de esta terrible noticia porque apuntan directamente a nuestro estilo de vida: a la rapiña del mercado alimentario, a los ajustes del mercado de materias primas, al cambio climático que está golpeando en primer lugar a aquellos que apenas conocen lo que es el consumo energético, como si un Dios ciego, masculino y blanco que vive en el hemisferio norte, hiciera llover tormentas y desastres sobre el sur del planeta. Ironías del siglo veintiuno.
A la ONU le han faltado, no datos ni razones, sino guionistas, cámaras, directores de cine, novelistas, medios de comunicación que abran una pequeña ventana a la realidad. Le ha faltado, sobre todo, una ciudadanía capaz de acusar con el dedo a sus gobiernos por cada muerte que se evitaría con un tazón de leche y de arroz . Vendrán imágenes de hambrunas y serán terribles. Apagaremos entonces el televisor (¡Oh, sí! ¡somos tan sensibles ante las imágenes de niños escuálidos!). Incluso en esos momentos nos resultará difícil desprendernos de un puñado de euros para socorrer la tragedia. Nos diremos que ya es inevitable. ¿Acaso encogerse de hombros es un crimen? –nos preguntaremos. Y ya sabemos la respuesta, pero desafortunadamente no hay cárcel, no hay castigo, no hay infierno para los corazones solitarios