
Tenía Miguel Delibes un porte escasamente novelesco, una apariencia de hombre tranquilo y una forma de decir sin estridencias. La primera vez que lo leí me sorprendió su forma de escribir, la dificil sencillez de su prosa, y el tema original de su obra que para mi era la inocencia del ser humano o de la naturaleza traicionada en vano.
Hace muchos años, cuando decía que me gustaba Delibes, algunos me contestaban que era un escritor antiguo, opuesto al progreso que se movía en los márgenes de la historia. Pero es más bien todo lo contrario: vivía tan pegado a la historia que supo detectar, antes de que el ecologismo político lo pusiera en primer término, la vinculación del ser humano con la naturaleza, el carácter destructor de nuestra sociedad y el pequeño paraíso de los valores humanos. Cuando la vida le arrebató lo más querido, su soledad se hizo más grande y su paisaje más amplio.
Ha tenido Delibes una forma especial de compromiso con los de abajo, antes pegados a la tierra, después desconcertados en la maraña de la ciudad, como pájaro que ha perdido el rumbo, perdido en tierra extraña, sometido al capricho vanidoso y pueril de los señores.
Hace treinta y cinco años Miguel Delibes escribió: "Si la aventura del progreso ha de
traducirse inexorablemente en un aumento de la violencia y la incomunicación; de la
autocracia y la desconfianza; de la injusticia y la prostitución de la Naturaleza; del
sentimiento competitivo y del refinamiento de la tortura; de la explotación del hombre
por el hombre y la exaltación del dinero, en ese caso, yo gritaría ahora mismo, como
una conocida canción americana: ¡Que paren la Tierra, quiero apearme!”
Se fue esta semana, conservando una extraña inocencia, como la de los pájaros cuando descubren el fusil del cazador.