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lunes, 13 de junio de 2011

Asesinato por contagio

Algunos responsables políticos se han apresurado a dictaminar que los últimos asesinatos de mujeres han tenido como desencadenante la difusión, a través de los medios de comunicación, de otros crímenes. Están tan deseosos de encontrar una causa cierta, un clavo en que colgar la percha, que se aferran al más mínimo indicio que ofrezca una sencilla explicación. Algunos han formulado ya la propuesta de una especie de autocensura para limitar la información de estos hechos.
Se basan, al parecer, en un estudio muy discutible y discutido según el cual los asesinatos de mujeres suelen agruparse, en cuanto a su frecuencia, en racimos de tres o cuatro. De ahí deducen que en los asesinos se produce un efecto imitación, un aliento común que les induce a matar por contagio.
Ya han advertido algunos especialistas en estudios sociales que, dada la escasez de casos, resulta muy difícil establecer explicaciones para una frecuencia determinada. La simple división matemática daría como resultado un crimen cada 4,6 días, y el hecho de introducir cualquier otra variable (agrupación por fines de semana o meses) nos daría también asociaciones dignas de estudio.
Tampoco los profesionales de la psicología, que prestan ayuda terapéutica a los hombres que han cometido estos crímenes, han detectado como una causa determinante ni siquiera coadyuvante el efecto imitación. En muchos de esos feminicidios "en serie", los actores no habían tenido siquiera conocimiento de los casos que habían sucedido en los días anteriores.
No obstante, no hay por qué descartar un estudio más detallado y completo sobre esta hipótesis. Es posible que, en algún caso, la violencia retransmitida haya servido de malvada inspiración pero solo para una mente transtornada y ya decidida a cometer un crimen. Como ven, el tema es discutible y no sería lógico que, sin más pruebas ni análisis de las consecuencias, se tomaran medidas amparadas en tan débil formulación.
Algunos han hablado, incluso, de contagio en las formas criminales: el ensañamiento con la víctima, el uso preferente de un arma blanca que busca un definitivo cuerpo a cuerpo con la víctima o la conocida secuencia final del suicidio con la que el homicida remata su fatal hazaña, se desculpabiliza y acusa.
Efectivamente, en el homicidio de mujeres hay pautas similares a los asesinatos en serie, con un patrón general, señales precisas y advertencias comunes. Pero esta homogeneidad del crimen no se ha creado por la contemplación de noticias en los medios de comunicación sino por un turbio inconsciente de posesión y de desigualdad forjado durante años, alimentado por el resentimiento y enraizado en su incapacidad de aceptar la libertad de las mujeres. Ahí reside el auténtico copycat, el germen común de un delito que, aunque a ojos del agresor sea un asunto completamente personal, comparte con cientos de asesinatos el trasfondo feroz de una revuelta contra la igualdad de las mujeres.
No sabemos si la publicación de los asesinatos de mujeres en los medios de comunicación ha podido anticipar alguna acción ya premeditada. Es verdad. Pero lo que sí conocemos, es el tremendo coste social de silenciar estos crímenes. Conseguir que la violencia de género entrara en la llamada agenda de los medios de comunicación y de la política, ha sido todo un logro. Hasta entonces, la violencia contra las mujeres se vivía como un delito privado, sin especial trascendencia. La conciencia social no se rebelaba contra los verdugos y las víctimas eran olvidadas. Publicar sus nombres, explicar su historia ha dado visibilidad a un fenómeno oculto y ha cambiado el pensamiento de gran parte de la sociedad. No sería bueno dar un paso atrás y ocultar la imagen del espejo, edulcorarla o suavizarla. No. Es mejor combatir las causas que los efectos. Si no nos gusta la realidad, cambiémosla. Para eso vivimos.

sábado, 14 de mayo de 2011

El juego de la silla

Este es el artículo semanal de El País Andalucía:


Se parece al juego de la silla, pero no lo es. Los jugadores participaron en el reparto hace treinta años y desde entonces conservan sus asientos. Lo que varía desde entonces es el número que obtiene cada equipo, pero no se permite que nadie más entre en el juego. Por el contrario quienes pierden todas las sillas nunca vuelven a recuperarlas, de forma que las opciones han quedado reducidas a dos o tres, con la única excepción de algunas anomalías territoriales.
No me estoy refiriendo al tiempo de permanencia en los cargos públicos sino al bloqueo que los actuales dueños de las sillas ejercen para que sea imposible cualquier cambio, cualquier novedad en el escenario político.
En teoría, un grupo de ciudadanos puede fundar un nuevo partido político y presentarse a las elecciones. El procedimiento es simple y la inscripción tiene pocas dificultades y costes. Sin embargo, una vez superados los trámites legales vienen las dificultades reales. La nueva formación no dispondrá de ningún tipo de financiación,  ni tendrá ninguna facilidad para el uso de los recursos públicos. De forma especial, se evitará que tengan acceso alguno a los medios de comunicación.
Me enseñaron que la esencia de la democracia no era el poder de la mayoría ni siquiera la existencia de parlamentos. De hecho, hay multitud de dictaduras o de organizaciones no democráticas que apelan a su mayoría social o tienen parlamentos uniformes. No. Lo que define especialmente la democracia es el respeto a las minorías y la existencia del pluralismo político y social. Lo que forma parte esencial de este sistema es la posibilidad de que las minorías de hoy,  puedan ser mayoría en el futuro.
Sin embargo, en España –también en otros muchos países- es prácticamente imposible el surgimiento de nuevas formaciones políticas. Tan solo han alcanzado cierto éxito algunas candidaturas independientes de carácter local -que en su mayoría abominan de la política y se agrupan por intereses concretos más o menos legítimos-, y el partido de Rosa Díez,  con ciertas características y apoyos que merecería la pena analizar en otro momento.
Mientras que en todas las actividades sociales se han producido grandes cambios y aportaciones, curiosamente en la política, las grandes corrientes de pensamiento se mantienen inalteradas. Si un español que hubiera vivido en 1930 visitara el presente, seguramente no reconocería su propia ciudad ni comprendería las nuevas formas de vida o de comunicación, pero entendería rápidamente el sistema político: derecha, socialistas, comunistas y nacionalistas. Punto y final.
Por si acaso el sistema no estuviera lo suficientemente cerrado, se adoptan disposiciones como la ley D´Hont o los límites electorales del 5 por ciento necesarios para participar en las instituciones. No hay inocentes en estas triquiñuelas electorales. Todos los que obtuvieron sillas en la transición han participado, de una forma u otra, en alguno de los límites que tenían como objetivo cerrar la posibilidad de nuevos concursantes.
La última de las limitaciones impuestas rozan el límite de lo patético. Se trata de que la información electoral se realice, tan solo para los partidos de las sillas, y con un milimétrico reparto de tiempos que afectan incluso a los tiempos de los debates en las televisiones. Tras el éxito de las ruedas de prensa sin preguntas, se han estrenado urbi et orbe los espacios electorales sin criterio informativo. Los profesionales de los medios han protestado amargamente. Dicen que esta resolución es un estado de excepción encubierto y que acaba con el periodismo. Sólo encuentro cierto parecido a la información que se nos suministra en las guerras, en las que el material es supervisado por los altos mandos militares y los periodistas se convierten en soldados “empotrados” en cada uno de los ejércitos que participan en la contienda. Con razón Clausewitz afirmaba que “la política es la continuación de la guerra por otros de medios”: los de comunicación.

sábado, 16 de octubre de 2010

Extremistas útiles















Este es el artículo que publico hoy en El País Andalucía y que trata sobre la proliferación de comentarios y actuaciones ultraderechistas:



No sé a ustedes pero a mí me mosquea enormemente que todas las semanas haya titulares escandalosos, descalificaciones monstruosas y pornógrafos inconfesos. Antes creía que se trataba de cuatro locos con exceso de adrenalina y de resentimiento, pero ahora veo que actúan en grupo, que definen temas y que marcan estrategias.

Se trata, generalmente, de señores que insultan, arremeten o agreden sin ningún tipo de reparo o de freno. Se precian de no utilizar el lenguaje políticamente correcto. No temen ser calificados de ultraderechistas, machistas o maleducados porque quieren volver a abrir estos territorios ideológicos. Antes eran francotiradores ocasionales, ahora han comenzado a impregnar buena parte de la línea editorial de una serie de medios de comunicación que hasta hace poco presumían de ofrecer una oposición más seria y educada. La cantidad y variedad de estos especímenes, así como la conversión a estas prácticas de nuevos adeptos, me hace temer que no se trata ya de una anomalía o de un delirio individual, sino de una función.

El papel del extremista puede ser de una enorme utilidad, especialmente en la política. Desde tiempos inmemoriales los gobernantes alimentaban grupos extremos para hacer cambiar al público de opinión, al tiempo que aparecían como mediadores ante soluciones extremas. El truco es un tanto forzado pero ha mostrado su eficacia a lo largo de la historia. Ante un problema concreto, un grupo de extremistas desata la paranoia y el delirio para a continuación, el líder político de turno, proponer una solución menos drástica pero que camina en la misma dirección. La dramatización de los conflictos cumple la función de exaltación y de alivio posterior, pero sobre todo, puede cambiar las reglas del juego, alterar los consensos sociales y provocar, en este caso, una derechización creciente de la sociedad.


Pongamos por caso, un conocido juez afirma que tan solo el 2% de las denuncias de violencia de género son verídicas y que el 98% restante son falsas. Sin duda el público no lo creerá, pero (y ahí está la función) tenderá a relativizar la autenticidad de las denuncias y será más proclive a restar importancia a estos criminales atentados contra las mujeres. El ejemplo es válido en casi todos los casos que abordan en su radical y ultraderechista visión de la sociedad, ya se trate de temas de inmigración, delincuencia, derechos de las mujeres, sistema impositivo, memoria histórica o calidad de la enseñanza pública.

Por eso, empiezo a pensar que disparar dialécticamente contra estos personajes, es como hacerlo contra el mensajero. Es más, creo que disfrutan de una morbosa gloria que se nutre de nuestra irritación hacia su mensaje. Como si nuestro enfado fuese el síntoma claro de haber dado en no sé qué diana de feria. Sin embargo, los que obtienen la ventaja política, económica y electoral con estos comportamientos silban y miran para otro lado sin mancharse apenas las manos, pero recogiendo los frutos de tan triste cosecha. Me pregunto si no sería mejor interpelarlos directamente. No comprendo por qué razón nadie le pregunta a Rajoy si está de acuerdo o no con la algarada ultraderechista en su fiesta nacional favorita.

Tampoco es posible entender que no se les coloque en la tesitura de definirse respecto a las denuncias por violencia de género, la escolarización de los hijos de los inmigrantes, la escuela pública o la investigación biomédica. En vez de discutir con la oposición real, se debate con unos fantasmas agrandados por las sombras de la crisis y del malestar social que marcan una agenda oscura de rencores y de regresiones ideológicas. Son extremistas útiles que abren el camino a la derecha a golpe de machetazo a la ciudadanía y a los valores que con tanta dificultad hemos construido. Empieza a ser urgente que el PP, cuyo ascenso al poder facilitan, empiece a responder de todo esto.