Publicado en El País de Andalucía
Cualquiera de nosotros, en cualquier ciudad, puede visitar tres mundos
en un solo día: la ciudad brillante, consumidora, ajena a la crisis; la
ciudad espectadora, contenida y austera que sobrevive; y la ciudad
desposeída, empobrecida que apenas tiene lo más básico. España se rompe
en varios pedazos, que no son Cataluña ni el País Vasco, se rompe por
dentro cuando en un solo día te piden para comprar unos pañales, para
donar un kilo de arroz a los vecinos y para pagar el desayuno de algunos
alumnos de tu centro. La pregunta, acuciante, urgente, es por qué la
política ha dimitido de proteger a los más débiles, cómo se ha
desembarazado de las situaciones de pobreza emergente, cómo asume con
total tranquilidad que la ayuda a las personas más necesitadas
corresponda solo y exclusivamente a las organizaciones humanitarias.
Está claro que la crisis económica es profunda, pero España es
todavía una de las 20 economías más importantes del mundo y nuestro PIB
sigue en el club de los países más desarrollados del planeta. ¿Cómo es
posible entonces que miles y miles de personas carezcan de la
alimentación más básica? ¿Cómo puede permitirse que un número
indeterminado de estudiantes acudan a las aulas sin haber desayunado?
¿Cómo es posible que en centenares de centros haya alumnos que no pueden
llevar una libreta nueva o que exhiben la punta de las zapatillas
abiertas como boca de cocodrilo o el chándal agujereado?
No es toda la sociedad la que está en estas circunstancias, pero hay
una pobreza sobrevenida, con efectos terribles que nos ha cogido
desprevenidos. Si hace escasamente dos años nos lo hubieran contado
habríamos respondido que era una visión apocalíptica promovida por la
izquierda radical para desprestigiar al capitalismo, pero ahora la
pobreza está entre nosotros y es indignante que el poder político vuelva
la cara para no verlo.
No sé si son el 10% o el 20% de la población, pero la Administración
tiene los datos precisos para abordarlo. Saben con exactitud quienes
son, dónde viven y de cuánto disponen. Ya era doloroso que, con
anterioridad al estallido de la crisis, la lucha contra la pobreza no
hubiera estado nunca en el punto de mira de los Gobiernos, ni siquiera
de los que se colocan el medallero de la izquierda, y que relegaran su
atención a las organizaciones sociales. Pero, en este momento, es
absolutamente imperdonable este silencio. ¿Qué clase de Estado social y
de derecho tenemos cuando dejamos que todo esto ocurra a nuestro
alrededor sin haber puesto patas arriba todas las políticas sociales
para dar prioridad a estas situaciones? ¿Cómo no son conscientes del
precipicio que se ha abierto en la sociedad?
En Andalucía hay un Gobierno de izquierdas que tiene entre sus
objetivos atender a las personas con mayores dificultades, sin embargo,
no están siendo resolutivos ni ágiles para afrontar esta nueva realidad.
Se habla de un plan especial, se nos dice que hay un grupo de estudio
para el desarrollo de la renta básica, pero no hay organismos,
decisiones, planes ni presupuesto para atajar de forma urgente la
vergonzosa huella de la pobreza más severa. No hay mayor dimisión de la
política que ver a un concejal, un diputado y hasta un consejero aconsejándole a un vecino que se dirija a Caritas o al banco de alimentos.
Después de esto ¿seguirán preguntándose por las razones del desprestigio
de la política? Aplaudo —cada día con más convencimiento— a las almas
caritativas que dedican su esfuerzo a ayudar a los demás, pero debe
haber un Estado, un Gobierno, una Comunidad que se ponga manos a la obra
y consiga que el próximo año, aunque todavía falte trabajo, no escaseen
los alimentos, ni el equipo escolar, ni techo en el que guarecerse a
ninguna persona. No es caro ni difícil. Solo hay que querer hacerlo.
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