Publicado en El País Andalucía
Un buen día en Marbella, un grupo de empresarios de riesgo, encabezado por Jesús Gil decidió dar el salto a la política. Cansados de las nimiedades burocráticas, de la legalidad institucional —que no es que fuera severa con sus actividades, pero si molesta como una avispa zumbona— , decidieron tomar directamente el poder. Pasaron de la corrupción del menudeo (hoy compro un concejal, mañana soborno a un funcionario, pasado mañana corrompo a un miembro de la justicia…) a montar una gran empresa con mando unificado y un único objetivo: conseguir el máximo de ganancias en el menor tiempo posible.
Eliminaron a los molestos intermediarios que ejercían la corrupción al detalle, y proclamaron que sus ganancias debían ir directamente a quienes las producían.
El lugar elegido era ideal. Por azares de la historia, y la ayuda inestimable del franquismo en los años 60, Marbella ya era la ciudad escogida por el narcotráfico internacional, la mafia rusa, los untosos reyes del petróleo y los negociantes de armas como su centro de recreo. El dinero es solo papel si no puede circular. Tras alicatar sus palacios de objetos suntuosos, la mafia internacional requería una salida más rápida a sus capitales ocultos y encontraron en Jesús Gil el líder político de esta nueva fase.
Y llegó con facilidad al poder. Los beneficios permitirían comprar la voluntad de la mitad de sus vecinos, hacerlos sus cómplices y guardaespaldas. Cuánto más refulgía la limpieza y la belleza de las calles de la ciudad, más sucia era la sociedad marbellí. Proclamaron el fin de la política y la xenofobia más descarada contra los pobres. Armaron un pequeño ejército de policías locales, confidentes callejeros y chusma que proclamaba que no importaba el color ni la procedencia del dinero.
Consiguieron exiliar de la ciudad a las personas más honestas, perseguir a los que se atrevían a denunciar la corrupción, desprestigiar a todo aquel que ponía en entredicho el poder municipal. En cuatro elecciones consecutivas la mayoría de la población marbellí les aplaudió y vivaqueó por calles y plazas. Los controles de las instancias superiores fueron inicialmente casi inexistentes, los medios de comunicación —empezando por los que hoy más gritan contra los corruptos— los glorificaban y el poder judicial de la zona cerró los ojos durante años.
El gran error de Julián Muñoz fue no ser consciente de que el ciclo se estaba acabando. Como en todos los reinados terminales, faltaba el toque folclórico, el final feliz del cuento. Era ya un personaje en busca de una tonadillera y Marbella necesitaba una musa a la que rendirse. Afortunadamente allí estaba Isabel Pantoja, escarmentada de la vida, decidida a ser absolutamente moderna en una España en la que las tonadilleras ya no se enamoran de toreros sino de empresarios de la construcción. Se acabó el arrastrar las maletas por escenarios cada vez más desangelados y sombríos. Las verdaderas folclóricas viven convencidas de pertenecer a una aristocracia natural con la que el pueblo siempre está en deuda. Y se lo cobró, con horrorosas adquisiciones patrimoniales en el centro de una ciudad moralmente infecta.
En cuanto al pueblo, no hagamos martirologio. La España que tira del pelo a Isabel Pantoja es la misma que aplaudía, hasta hace muy poco tiempo a sus corruptos gobernantes y comentaban con satisfacción “lo limpia que estaba Marbella” sin pobres ni inmigrantes.
@conchacaballer
1 comentario:
Y como bien rematas diciendo: "“lo limpia que estaba Marbella” sin pobres ni inmigrantes". Has hecho un acopio de hechos muy certeros.
Un saludiño,
Rosa María Milleiro
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