lunes, 10 de marzo de 2014

NO ME LLAMES FEMINISTA


Publicado en AndalucesDiario 

    “Si algo bueno he sacado de ese fracaso amoroso, es la posibilidad de volver a estudiar”, me dice Laura, una alumna de 24 años, con lágrimas en los ojos: “Me casé muy joven. Estaba muy enamorada. Era un chico algo mayor que yo, buena persona, alegre y sin miedo a la vida… pero no quería que estudiara. No lo expresaba directamente. Me ponía inconvenientes, excusas… decía que más adelante podría hacerlo, que no era el mejor momento, que me necesita a su lado”. “Después rompió conmigo –me relata–. Me pidió perdón cientos de veces. Ya te digo que era una buena persona y lo único bueno que saqué es que por fin pude cumplir mi sueño de estudiar”.

    Doy clases en un instituto nocturno. La mayoría de los estudiantes tienen 22 o 23 años y han vuelto a los estudios después de mucho tiempo. Abandonaron la educación por distintos motivos. En el caso de los chicos porque consiguieron trabajo y lo han perdido con la crisis; en el caso de las chicas, también hay algún fracaso laboral pero, en general, abandonaron los estudios porque su familia las necesitó para cuidar a alguien enfermo, tuvieron un embarazo adolescente o un amor que les hizo borrar las fronteras de la realidad.
No son historias de hace cincuenta años, sino vidas actuales, trastiendas secretas de la historia que se escribe con letras minúsculas. Espacios de la vida donde no ha entrado el sol de la simetría, de la igualdad, y que aparecen como conflictos inevitables, particulares, vividos como un fracaso particular. Mientras esto ocurre, es de “buen gusto” proclamar el fin del feminismo, banalizar las palabras, salir del conflicto por la tangente. Alguna famosa proclama que no es feminista porque “le gusta pintarse las uñas y que le abran la puerta”. Otras, más atrevidas, se niegan a calificarse como feministas porque “no están resentidas contra los hombres”,  “no son extremistas” o “porque adoran a su familia”. Finalmente están las que declaran no ser partidarias “ni del feminismo ni del machismo” como si entre la igualdad y la opresión hubiese un territorio neutral.

    Hannah Arendt ya nos advirtió de los peligros de banalizar el mal, pero nadie nos ha advertido de las consecuencias nefastas de banalizar el bien. El feminismo es un movimiento que tiene como objetivo conseguir la igualdad de derechos de hombres y mujeres. Es de las escasas corrientes de pensamiento igualitario que ha impregnado todo el planeta y que ha conseguido impulsar uno de los mayores cambios sociales en la historia de la humanidad. El feminismo es el curso primero de democracia y, allí donde escasea (que se lo pregunten a Malala o las feministas de los países árabes), la democracia brilla por su ausencia. Por eso, proclamar que este beneficioso movimiento es algo prescindible, “demodé”, incómodo o radical, no sólo denota una gran incultura sino que niega la mayor parte de los avances sociales.
Banalizar o desprestigiar el movimiento feminista tiene el coste suplementario de dar cuerda al reloj de la historia con rumbo al pasado. Si suprimimos el feminismo, como instrumento para conseguir la igualdad, dejamos sin relato, sin instrumento de cambio a millones de mujeres que siguen soportando opresiones feroces, pero también pequeñas opresiones que rompen sus vidas.

    Es verdad que detrás de esa afirmación de “yo no soy feminista”, se expresa muchas veces la negativa a ser etiquetado, el horror a los “–ismos”, el afán individualizador en el que se mueve la sociedad actual. Pero no hay una forma tan estúpida y borreguil  de defender la individualidad que aceptar acríticamente las anti-etiquetas que el mercado fabrica.

    El desprestigio del feminismo es una actitud torpe, insolidaria e  injusta. Torpe porque denigrando el feminismo estás destruyendo el frágil suelo sobre el que te levantas;  injusto y desagradecido porque no reconoces el mérito de los miles y miles de mujeres que han dado su vida para allanar tu camino en esta sociedad e insolidaria porque sin el relato del feminismo, la historia de millones de mujeres dejaría de tener sentido. Sus vidas interrumpidas, sus sueños rotos, serán una suma de fracasos individuales de los que solamente ellas son responsables. Antes de decir “yo no soy feminista”, piensa que ésta es tu revolución, la que ha cambiado la faz de las ciudades y los pueblos, la más eficaz e incruenta de la historia de la humanidad y que si sigue molestando será porque todavía tiene todo su sentido.

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