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jueves, 22 de agosto de 2013

ESPAÑOLIZAR EL GUADALQUIVIR

Publicado en AndalucesDiario 

   !Qué mala suerte tenemos los andaluces! Más tarde o más pronto lo que es nuestro, acaba siendo suyo porque España es una ficción que no existe sin Andalucía. Cuando tuvieron que construir una identidad cultural, tomaron cuatro tópicos andaluces y los envolvieron en la bandera española. Voilá,  Spain is different!

   Lo de ser universales -¡ay querido Juan Ramón!-, tiene estos inconvenientes. Que entran a saco en nuestra despensa y se apropian de nuestros bienes más queridos. Para legalizar esta apropiación cultural nos ningunean, nos presentan como una tierra desprovista de identidad, sin perfiles claros, sin aportaciones interesantes.

   Si la mayor parte de los escritores de la generación del 27 hubiesen nacido en Cataluña, en vez de en Andalucía, se llamarían la renaixença catalana, pero como lo hicieron aquí llevan una cifra, un año de matriculación, ni una sola pista de su impronta andaluza. Aquí lo sobrellevamos como podemos. Con cierta alegría cuando subliman nuestros logros, con fastidio cuando nos ningunean, con enfado creciente cuando nos menosprecian.

   Ahora, con la marca España bajo mínimos, han decidido españolizar el Guadalquivir. En Cataluña quieren españolizar infantes, aquí nuestro río. La cosa es españolizar y dar pábulo a esa patraña de que las autonomías son una fuente de problemas, de gasto innecesario y de mala gestión.

   Los argumentos racionales no importan en este caso. De nada vale decir que el Guadalquivir transcurre casi íntegramente por Andalucía, que las escasas colas fuera de la comunidad son en el ciclo alto del río y que por lo tanto no pueden ser afectadas por las actuaciones que hagamos en el sur. Tampoco han tenido en consideración que nadie, ni el Estatuto de Andalucía, ha negado una gestión general del ciclo del agua, ni de la cuenca hidrográfica del Guadalquivir. Que Andalucía no solo respeta estos principios, sino que los defiende y colabora con ellos. El Tribunal Constitucional, por una cuestión de simetría, tachó la declaración nacional de Cataluña de su Estatuto y anuló el traspaso del Guadalquivir, sin miramientos.
El último capítulo de este sainete se ha producido en el Congreso de los diputados donde una proposición aprobada por unanimidad en el Parlamento de Andalucía reclamaba, no ya la titularidad del río ni las competencias plenas, sino la pura gestión o cogestión de nuestro río. La respuesta ha sido un rotundo NO que cierra la última puerta posible y sometería  a un ridículo espectacular al PP Andaluz, en el caso de que existiera.

   O dicho con otras palabras, que podemos gestionar la educación o el sistema sanitario, podemos tomar decisiones sobre la formación y la vida de los andaluces, pero no podemos autorizar un pozo, aprovechar un salto hidraúlico o regular el aprovechamiento de unas riberas. El Guadalquivir es español, de la Confederación, de los federales con la chapa en la solapa, de Aznar que tanto se queja de la desmembración de España, de Esperanza Aguirre que sueña con devolver las competencias autonómicas, de Rosa Diez que combina tan bien el rosa y el tricornio de los viejos tiempos. Todo menos andaluz, esa anomalía histórica donde la derecha no desemboca, como diría el poeta.

   Lorca estaba equivocado. Es posible que el Guadalquivir vaya entre naranjos y olivos, pero sus papeles legales, sus procedimientos de autorización y sancionadores, van por la estepa castellana.  Es un gran río, un motor económico, una fuente de riqueza que no puede quedar en manos andaluzas. Toda una metáfora del nuevo centralismo que nos acecha.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Adiós, Guadalquivir, adiós

Este es el artículo que he publicado en el País Andalucía sobre las deliberaciones del TC respecto al Guadalquivir:

El río Guadalquivir no va entre naranjos y olivos, sino que discurre por los pasillos del Tribunal Constitucional. Un río de tinta ennegrece sus aguas, unas voces ajenas lo pueblan. La sentencia, al parecer, está dictada: el Guadalquivir no es andaluz.


Teníamos que haberlo previsto cuando leímos la sentencia del Estatuto catalán y algunos reveladores votos particulares de este singular tribunal, más preocupado por defender sus convicciones políticas y morales que por el ajuste jurídico de nuestra legislación. En ella, algunos de sus autores exhibían con indisimulado desparpajo, que el Estado de las autonomías no es una forma de Estado con una distribución competencial descentralizadora sino un modelo jerárquico y excluyente.

Consideraba, además, este ínclito tribunal que los artículos de los Estatutos que no sean copia literal del texto constitucional, son una atribución unilateral de competencias o, en el mejor de los casos, una simple declaración de intenciones sin vinculación alguna. Olvidaron, por completo, que los Estatutos están sujetos a una larga y penosa tramitación en el Congreso y Senado, y que su texto definitivo es un acuerdo político y jurídico entre la Comunidad que lo propone y las instituciones representativas de la soberanía nacional.

Claro que el Constitucional suele olvidar demasiadas cosas. Los mismos redactores de estas sentencias, se expresan con términos morales en temas como la nueva ley de aborto. Han estado a punto de paralizar la ley e incumplir sus propias normas. Han escrito afirmaciones tan penosas como que no se puede dejar unilateralmente en manos de las mujeres la decisión de abortar, o que el derecho a la vida es contrario absolutamente a una ley de plazos. Alguno de ellos ha avanzado que, llegado el caso, votará "en conciencia". O sea, que no lo hará por motivos jurídicos ni constitucionales sino por sus creencias, sus perjuicios o su orientación religiosa. Una declaración que en cualquier país democrático sería motivo de escándalo.

Si finalmente, el Constitucional resuelve la inconstitucionalidad de las competencias andaluzas del Guadalquivir, habrá puesto el cartel definitivo de "abandonad toda esperanza". El artículo 51 del Estatuto de Autonomía para Andalucía tuvo varias redacciones para evitar cualquier viso de inconstitucionalidad. Su redacción circunscribió las competencias andaluzas a las aguas, para respetar la unidad de cuenca que exige la legislación. Estableció con claridad que se refería a las aguas que transcurren por el territorio andaluz; concretó que la planificación general, las obras públicas de interés general y la protección del medio ambiente corresponden a la Administración central y, para que no existiera duda afirmó que, todo ello, dentro de lo previsto en el artículo 149 de la Constitución.

Una sentencia contraria a este artículo del Estatuto de Autonomía no estaría fundada en motivos jurídicos, sino estrictamente políticos e ideológicos. En voz baja se argumenta que tras la sentencia del Estatuto catalán, el texto andaluz no puede pasar incólume. Se comenta, también, que la competencia exclusiva sobre el Guadalquivir -aún con todas sus limitaciones- supone un precedente peligroso en la batalla del agua que enfrenta a algunas comunidades. Los argumentos carecen de base jurídica y suponen una manipulación política. Andalucía no ha formado parte de la guerra del agua, siempre ha estado dispuesta a afirmar el criterio de solidaridad y de reparto de recursos. El Guadalquivir no solo transcurre en más del 90% por tierras andaluzas, sino que al hacerlo en su ciclo bajo, ninguna decisión andaluza podría menoscabar el caudal o los aprovechamientos de otras comunidades. ¿Por qué, entonces, mutilar el Estatuto andaluz? Mal asunto cuando los intérpretes de la Constitución consideran que la forma de defender al Estado es humillar a las comunidades autónomas.

sábado, 17 de julio de 2010

Cataluña y Andalucía


No es una lectura muy recomendable la sentencia del Tribunal Constitucional (TC), un tocho de 881 páginas, pero cuando se ha sido ponente del Estatuto de Autonomía de Andalucía crees tener la obligación de leerla, analizar sus consecuencias para Andalucía y buscar las pistas sobre el futuro del estado autonómico.
Mi lectura ha sido a esa luz, intentando poner algo de distancia con el debate específicamente catalán. Creía que el TC iba a realizar su exámen en términos estrictamente jurídicos pero para mi sorpresa el análisis del articulado tiene escaso rigor mientras se han explayado en los aspectos más políticos y simbólicos del Estatuto hasta el punto de que gran parte de la sentencia más bien parece un informe político de los viejos tiempos. Este es el caso de su larga disquisición sobre el término nación. Una vez afirmada en la sentencia que el preámbulo carece de valor normativo no tenía el menor sentido hacer tan prolija, contradictoria y discutible teoría sobre las naciones si no era para contentar a una parte de sus miembros. El TC parece desconocer que existen en el mundo cientos de naciones sin estado y se deslizan a una interpretación de la constitución según la cual es incompatible el término de nación con la unidad del estado español, tesis en la que curiosamente vienen a coincidir con los soberanistas más radicales.
Pero, lo más preocupante de la sentencia es el evidente menosprecio a la legislación autonómica y a los procesos de elaboración de los estatutos. Ya lo han apuntado algunos acreditados juristas: han tratado los estatutos de autonomía como una simple ley autonómica cuando la tramitación de estas leyes es un pacto bilateral (aunque les duela) entre una comunidad y el Estado, elaborado y aprobado por las Cortes Generales. Por ello, no puede afirmarse que ningún estatuto se atribuye unilateralmente competencias del Estado ya que estas han sido minuciosamente debatidas y acordadas en la ponencia conjunta Estado-Comunidad Autónoma. Es preocupante que el TC no sólo le reste eficacia jurídica al preámbulo del Estatuto sino que afirme respecto a varias decenas de artículos que no tienen más valor que un puro desideratum de la comunidad autónoma que el Estado no tiene por qué respetar. Por eso es más preocupante la interpretación que hace de numerosos artículos del estatuto que las 14 modificaciones, porque lo primero viene a poner en solfa cualquier avance en el estado autonómico.
Una gran parte del texto contiene un concepto jurídico normativo absolutamente centralista, cuando apela a la jerarquía normativa del Estado respecto a las comunidades autónomas. Precisamente el Estado de las Autonomías y el funcionamiento de las instituciones se basa en que cada uno ejerce su primacía sólo en las materias de su competencias y que ningún gobierno autónomo, por ejemplo, puede decidir sobre el alumbrado público de un pueblo aunque jerárquicamente se trate de una institución superior.
La sentencia viene a decirles a las comunidades que sus poderes son transitorios, los compromisos adquiridos por el Estado en los estatutos carecen de validez y la supremacía normativa corresponde en todos los casos a la instancia superior. Por eso, aunque la sentencia no afecte formalmente al Estatuto de Autonomía de Andalucía temo por el Guadalquivir, por nuestras competencias, por los fondos de nivelación, por un modelo de financiación justo y solidario para Andalucía porque, estricto sensu, con esta sentencia en la mano, cualquier avance en materia competencial, de derechos o de financiación serán solo deseos que no vinculan al Estado.
Y lo que es peor, con esta lectura esclerotizada de la Constitución, no sólo abren un foso entre la Constitución y Cataluña, sino que resucitan el fantasma del viejo estado centralista frente a un renovado modelo autonómico que, pese a sus defectos, ha sido el que ha permitido mayores avances y unidad de la historia española.



Este es el artículo está publicado en El País Andalucía,