Publicado en El País Andalucía
Imaginen por un momento, que el protagonista de Ocho apellidos vascos
no es un pijito andaluz del barrio de Triana, sino su homólogo
madrileño de la calle Serrano, con su polo bien planchado y su gomina.
Fin de la comedia. Los signos del nacionalismo español se volverían
serios, ofensivos, incapaces de provocar la risa del auditorio. Miren si
no lo que le ha ocurrido a Esperanza Aguirre, que a fuerza de creerse
alguno de los tópicos que se han creado alrededor de Andalucía
(banderita, religiosidad y toros), pensó que estaba en tierra
conquistada, e hizo un bodrio de pregón de la Feria de Abril que ni
siquiera los más incondicionales taurinos vieron con buenos ojos.
Y es que, en Andalucía, nada es lo que parece. Las banderas no nos
ofenden, pero no las usamos como armas ofensivas y, desde luego, nunca
la blanca y verde traerá guerra; la religiosidad de gran parte de sus
habitantes es popular, poco dogmática, más relacionada con la infancia y
la belleza que con la liturgia y, en cuanto a los toros, tenemos el
mismo porcentaje de personas que no soportan la tortura de este animal
que el resto de España. O sea, mayoría.
Desde tiempo inmemorial, cuando España necesita presentar una imagen
más suave y apetecible, o simplemente más estética, toma la forma
andaluza. Desde el flamenco, el traje de gitana (el único traje regional
de alta costura, que incorpora moda y diseño), hasta la forma alegre y
sociable de entender la vida. Si, como digo, han utilizado el tópico
andaluz para tantos fines y si a los andaluces, desde que somos niños,
nos enseñan a “reírnos de nuestra sombra”, no nos vamos a molestar por
ver a un andaluz pijo haciéndose líder de la kale borroka o disfrazado
de abertzale por amor.
Hay, eso sí, un sólo tópico andaluz que abominamos todos los que aquí
nacimos o vivimos, que es el de la vagancia, porque no se trata
realmente de un tópico que surja de nuestra forma de ser sino de una
etiqueta con la que se ha pretendido justificar el desigual reparto de
la riqueza en España. Pero, vamos, que si la reciente historia de cada
territorio permite otorgar etiquetas, que se tienten la ropa de los que
pretenden reducir lo andaluz a unos cuantos estereotipos y tengan
cuidado porque la historia del siglo XX puede deparar terribles
etiquetas a los que se ríen de Andalucía. En cuanto al resto de los
tópicos, sólo nos molestan cuando sirven para presentarnos como
personajes subalternos, chachas y empleados, de la comedia nacional, que
vive de afirmar su superioridad porque carece de cualquier otro
distintivo. Que somos alegres, sociables, amantes de la vida,
enamoradizos ¿qué problema hay en ello?
Pero, a lo que íbamos, la película Ocho apellidos vascos no
sería posible sin que el contrapunto fuese andaluz, la comedia no
funcionaría porque cualquier otra identidad chocaría de forma abrupta,
sin amabilidad ni comprensión alguna. Al final, el andaluz consigue
conquistar a la vasca y, en una pirueta de fina ironía, nos muestra la
trampa y el cartón de la historia: ese coche de caballos cortejado por
Los del Río que pone fin a la película confirma que, efectivamente,
somos capaces de reírnos de nuestra sombra. Y cuando un pueblo es capaz
de esto es que carece de complejos; que su identidad es tan líquida, tan
porosa, que está segura de impregnar, poco a poco, a todo aquél que se
acerque sin necesidad de clavar la bandera de la conquista. Ojalá España
se pareciese más a Andalucía y fuese capaz de evitar las espinas,
desdramatizar los conflictos y confiar en el poder seductor de las
palabras.
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