Quien no ha vivido en el campo no sabe que siempre hace viento allí. Incluso en los días más tórridos del verano el viento mueve tu pelo, las copas de los árboles se inclinan ligeramente, y sientes una caricia en la piel. Hay una hora mágica en el campo al atardecer, entre dos luces, en la que a Ana le gusta ir hasta un chaparro cercano y, desde allí, contemplar las laderas suaves de la campiña cordobesa. A esa hora se exhala el calor, la tensión del día. Subida en una pequeña elevación del terreno, con el viento de frente, respira hondo y se siente nueva y libre.
Hoy le viene a la memoria una escena insignificante de un día parecido, hace cinco o seis años, que sin embargo ha permanecido en ella con absoluta claridad. Volvía de su paseo hasta el chaparro. En ese momento su padre salió de la casa, ante la explanada delantera, entrelazó sus manos en la espalda, miró alrededor, y suspiró satisfecho. Su madre apareció en ese instante en la balconada y se reclinó sobre el alfeizar. Miró al cielo y se llevó las manos a la cara, deslizándolas hacia el nacimiento del pelo, como si se desprendiera de toda preocupación. La cara le resplandecía. Excepto Ana, ninguno había advertido la presencia del otro. Estaban cada uno de ellos absortos en la soledad del campo. Ambos respiraban hondo, como solo puede hacerse tras haber terminado la tarea, y miraban al horizonte
Su padre dio unos pasos adelante, arrancó una ramita de pino, la desmenuzó con los dedos y la olió como si fuera una flor fragante. Después se dio la vuelta y entró en la casa. Su madre, casi a la vez, dio la espalda y desapareció de escena. La luz del atardecer se había apagado. Ana cerró dolorosamente los ojos unos minutos. Tuvo la certeza de que había sido el único testigo de una despedida para siempre. Que ya nada sería igual y que, a pesar de todo, era un final tranquilo, como el de un día caluroso.
Hoy le viene a la memoria una escena insignificante de un día parecido, hace cinco o seis años, que sin embargo ha permanecido en ella con absoluta claridad. Volvía de su paseo hasta el chaparro. En ese momento su padre salió de la casa, ante la explanada delantera, entrelazó sus manos en la espalda, miró alrededor, y suspiró satisfecho. Su madre apareció en ese instante en la balconada y se reclinó sobre el alfeizar. Miró al cielo y se llevó las manos a la cara, deslizándolas hacia el nacimiento del pelo, como si se desprendiera de toda preocupación. La cara le resplandecía. Excepto Ana, ninguno había advertido la presencia del otro. Estaban cada uno de ellos absortos en la soledad del campo. Ambos respiraban hondo, como solo puede hacerse tras haber terminado la tarea, y miraban al horizonte
Su padre dio unos pasos adelante, arrancó una ramita de pino, la desmenuzó con los dedos y la olió como si fuera una flor fragante. Después se dio la vuelta y entró en la casa. Su madre, casi a la vez, dio la espalda y desapareció de escena. La luz del atardecer se había apagado. Ana cerró dolorosamente los ojos unos minutos. Tuvo la certeza de que había sido el único testigo de una despedida para siempre. Que ya nada sería igual y que, a pesar de todo, era un final tranquilo, como el de un día caluroso.
5 comentarios:
Quizás la vida se componga de instantes como éste, y por eso es tan difícil (o quizás tan artificioso) tratar de encontrar una línea intransigente que lo abarque todo y pretenda darle coherencia. Nos pierde, tal vez, el deseo de totalidad, como si ese fuera el último refugio de una creencia religiosa que nos justificase. Cuando no hay felicidad, sino instantes felices. No hay vida entera, sino momentos que clasificas en tu memoria. Como si aún forcejearas con la relación entre hechos y conceptos.
Recuerdas eso, un instante de especial densidad que se te queda dentro, como una bondadosa infección latente. Llama a tu corazón cuando algo exterior te lo recuerda. La tensión del aire una mañana limpia, con las calles de pronto deshabitadas; los gestos bruscos de los árboles en cuya espalda resuena el viento; la mirada del agua temblándote en los ojos. Y, entonces, recuerdas otro momento que te permite descubrirte a ti mismo, al otro lado de este tiempo. Como si tu vida se expusiera en fragmentos, lugares abatidos en el tiempo, como ruinas que te reconocen.
También ocurre, Concha, que esos instantes, cuando los vives así, tienen una impunidad especial, un aire inalcanzable, porque no puedes capturarlo y sabes que sólo los tendrás luego, en la memoria. Y, fuera de aquel tiempo adolescente, cuando las cosas y tú érais lo mismo, la sensación te conmueve por su propia fugacidad, sin que puedas remediarla. Mira: justo ahora, hay una cigüeña inmóvil junto al campanario de la iglesia románica de Santa Lucía. Parece buscar un aire de solemnidad junto a la minuciosa trama del nido que custodia. La iglesia, por el efecto de la perspectiva, parece recostarse en el Duero, que desde aquí tiene el agua tersa, unánime, sólo desorientada al romperse para cruzar las arcadas del Puente de Piedra. Todo es permanente, parece que nada transcurre. Incluso la tenacidad de los gorriones parece sostener un sonido inmóvil. O será que deseas impedir que se vaya, porque nada te asegura el recuerdo y sólo quieres recuperar ese contacto elemental con las cosas, sin exigirles nada a cambio, que tenías cuando ni siquiera tratabas de decirlas.
Desde esa balconada, durante más de un siglo, se han visto las mismas palmeras y las mismas colinas. Se ha oído el sonido del aire a través de ellas, y el de pisadas sobre grava.
El intento de perfección a veces destruye visiones ocultas, combinaciones mágicas que se producen en el tiempo en que el sol,en el horizonte, cambia de lugar.
El viento para y no hay nadie que pase; todos duermen a la misma hora. Se pierden por la infinidad de rincones, encontrando cada uno un espacio vital para pensar, dormir, leer,...
Son las tres de la tarde.
Entro en esa habitación, donde ya nada es perfecto. El gran ventanal enrejado deja entrar una luz cegadora. Cierro sus grandes postigos, llenos de rendijas descuadradas, como arañazos que el frío y el calor han acomodado, dejando pasar rayos de sol, a veces líneas alargadas, pequeñas, más grandes, redondas..., lanzándolos, disparándolos a esa velocidad tremenda de la luz, que hace que al darme la vuelta surja lo mágico.
Pasa un niño que nunca duerme a esa hora, sopla una suave brisa que mueve las palmeras, y me mareo como si estuviera fuera y no dentro, en la oscuridad de esa habitación..., y formo parte del paisaje. Sobre esa pared blanca hay movimiento, está ese niño andando y se mueven las palmeras, todo ello en blanco y negro, y uso una palabra aprendida: se ha proyectado... Casi me aplasta el pensamiento de que alguien que vio esto en esa misma combinación de elementos hace más de un siglo quiso hacerlo siempre, y lo consiguió.
"Estaba dentro de la cámara oscura, al igual que él".
El intento de perfección reconstruyó el ventanal, y ya nada fue igual.
No sé de quíén son estos comentarios. Imagino la autoría de algunos de ellos. Pero son tan literarios, tan bien escritos que me gustaría publicarlos en el blog y no en este apartado de comentarios. Seas quien seas, bienvenido y gracias.
Los dos primeros son míos, Concha, una deliciosa manera de complicidad. Ferran.
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