No sólo los poetas y los anuncios publicitarios construyen metáforas. La sociedad organiza su visión del mundo en torno a representaciones de un alto valor metafórico. El norte y el sur es una de estas narraciones míticas que conforman nuestra percepción del mundo. Su acomodo a la realidad es muy precario: a fin de cuentas todos somos el sur o el norte de otra ciudad, de otro país o de otro punto geográfico. Aún así, estas dos palabras se llenan de sentidos ocultos con los que interpretamos la vida.
En nuestro país la división norte-sur ha atravesado nuestra historia. Su línea no ha sido estable ni definida hasta que el modelo de revolución industrial decretó que por debajo de Madrid, todo era sur. Después de eso, nos llovieron con más intensidad los cuentos. Como todos los relatos míticos, los tópicos andaluces son circulares, eternos, cosidos a la piel con etiquetas sin firma.
A veces estos mitos funcionan de manera halagadora y nos hablan de la alegría, la pasión, el arte y el sentido de la fiesta. Con estos mismos conceptos forjan, en su trastienda, los puñales con los que nos acribillan: los inventos de la vagancia, la inestabilidad, la incapacidad organizativa y de la irracionalidad de los andaluces.
En política, cuando el sur desaparece, emergen con asombrosa vitalidad la desigualdad social y los recortes públicos. De forma especial, cuando Andalucía desaparece de la escena política, germina el clasismo más evidente basado en una indemostrable excelencia social del norte de los poderosos frente al sur, de los desposeídos. La nortificación política tiene dos variables dignas de estudio: la fortificación de Madrid, como sede de un estado fuertemente centralizado, o la variable catalana, que reclama un trato privilegiado para sus mermados intereses comerciales e industriales.
No es una confrontación territorial. No nos engañemos. Cuando cualquier insigne político de la derecha catalana arremete contra Andalucía, no pone en la punta de su lanza una crítica razonable a una gestión o a una medida, sino el desprestigio de los de abajo; de un sur que -en su confusión onírica-, cree que mantiene con el sudor de sus impuestos. La última andanada ha sido protagonizada por Durán i Lleida quien ha calificado las becas andaluzas para los jóvenes que abandonaron sus estudios por el boom de la construcción, como "una subvención a los ni-nis" propia del despilfarro de nuestra tierra. Sin embargo, no hay más ni-nis en Andalucía que en Cataluña; ni siquiera recibimos más subvenciones o financiación que las que recibe su territorio. Si ellos han hecho recortes en política sociales es porque su gobierno ha decidido que la igualdad o el buen estado de los servicios públicos no son una prioridad, ¿o es que somos los andaluces los responsables de su crisis, de sus gastos y de sus errores? El insigne político catalán -al que asombrosamente califican de elegante- no hubiese pestañeado si las subvenciones se dirigieran a la enseñanza privada o a otros sectores económicos más poderosos que estos miles de jóvenes a los que se pretende formar para el futuro. Por eso es una pena la nortificación -perdónenme la palabra que pretende ser un cruce semántico entre mortificación y norte- del debate y la desaparición política de Andalucía justo cuando más se necesita una reflexión sobre el modelo social y económico.
A no ser que al final, como escandalosamente apunta la CEOE, la desigualdad social sea una cuestión genética, escrita en nuestra vida con letras indelebles y se proclame el fin de las políticas públicas. Dicen que el sueño de los pobres produce utopías, pero el sueño de los ricos no cesa de generar monstruos.
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