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Entre el despiste y la miopía tardé varios minutos en localizarlos en
el interior de la iglesia. El recinto estaba abarrotado y una multitud
se congregaba en la plaza cercana. Estaban apiñados en un lateral, todos
juntos, como una delegación con bandera propia. Los acompañaban varios
profesores en ese estado de alerta que imprime la profesión y que les
permite dominar el campo de visión de un gran angular.
Los jóvenes observaban desde el lateral de la iglesia el desarrollo
de la ceremonia. Enmudecieron con la llegada del féretro y se
concentraron en el rostro lloroso de su compañero de curso que parecía
haberse hecho mayor de un solo golpe. Muchos de ellos lo habían
acompañado en la búsqueda esperanzada de su hermana los últimos días.
Habían recorrido con él las calles colocando carteles de búsqueda.
Habían charlado con cientos de vecinos que se aprestaban a colocar los
pasquines en sus tiendas, en las paredes de su casa o en cualquier lugar
visible. En solo un día los comercios, los talleres, las casas y los
árboles del pueblo se llenaron de pequeños carteles con la joven, aún
sonriente. Personas a las que no conocían les daban palabras de ánimo y
esperanza de una pronta solución.
A ratos, durante la ceremonia, lloraban al son de los sentimientos de
su compañero. Se me pasa por la cabeza que solo los jóvenes lloran de
verdad por los demás. El resto mezclamos nuestros propios miedos,
nuestro papel en la cadena de la vida, el desconsuelo propio con las
lágrimas. Al minuto siguiente son capaces de reír sin el menor pudor,
ante la mirada reprobadora del profesor que clava sus ojos como
alfileres sobre mariposas inquietas.
Resulta casi imposible reconocer en ese joven destrozado por el
dolor, al compañero de curso más alegre de todo el instituto, forofo del
Betis, virtuoso de las redes sociales, creador de envidiables páginas
web, pero ahí está erguido en la primera fila, sacudido a veces por un
llanto irreprimible que todos quisieran consolar.
Cuando acaba la ceremonia religiosa y comienza el desfile
interminable del pésame, los estudiantes se apresuran a formar un grupo
compacto y avanzan decididos hacia su compañero. Lo rodean y, como si
fuesen un cuerpo compacto, una ameba gigantesca, se lo llevan al
exterior. No sé dónde han aprendido el arte del consuelo, pero lo hacen
con maestría. Avanzan por el centro de la calle como una manifestación
espontánea. En el interior del grupo, llevan a su compañero al que
abrazan, toquetean y sonríen.
Les pregunto dónde se dirigen y me contestan que al instituto. A
charlar un rato, a estar juntos, a distraerlo un poco. Desde ese
momento, no lo han abandonado ni un solo instante. El compañerismo, la
lealtad, la sabiduría, se escribe con la letra de adolescentes de 15
años. Para este largo puente han organizado espontáneamente una cadena
de compañía, de actividades, de remedios contra el dolor.
Todo esto sucede en el pueblo sevillano de Coria del Río que es como
era Andalucía hace 20 años, antes de que nos fragmentaran las
urbanizaciones, el apartheid económico y el consumo solitario.
Un lugar donde la vida en común tiene aún sentido, donde los problemas y
las alegrías ajenas forman parte de tu vida. Una sociedad que valora el
espacio común y no convierte el tiempo libre en consumo puro y en
exhibición individual; una Andalucía que coloca los valores de la
sociabilidad en primer lugar; que maneja las redes sociales mucho antes
de la invención de Internet; un lugar donde hasta los niños tienen su
agenda propia, sus calles, sus amistades no prefabricadas, clónicos de
sí mismos, diseñados para la competencia y la soledad.
Ahora que ha fracasado el modelo de la codicia, que no sabemos a qué
clavo agarrarnos, qué salvavidas abordar, quizá nuestra vieja cultura
contenga algunas respuestas. Si nos desembarazamos de nuestras viejas
enfermedades, el conformismo y el fatalismo, nos queda un caudal de
cooperación, de autoorganización social, de trabajo en red y de
creatividad para diseñar tiempos realmente mejores.
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