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lunes, 27 de mayo de 2013

WERT O DESPRESTIGIA CUANTO PUEDAS

Mi artículo de esta semana en El País Andalucía


     El ministro Wert no consiguió su nombramiento por su papel de contertulio sino por colaboraciones con la FAES de Jose María Aznar donde ya proponía un cambio total en el modelo educativo, se lamentaba de la abundancia de becas universitarias y manifestaba su preocupación por la escasa religiosidad de la sociedad española, especialmente los jóvenes. Con esos magníficos avales le encomendaron la tarea de reformar, cristianizar y españolizar el sistema educativo aprovechando que la crisis es una oportunidad única para cambiar las reglas de juego sociales.

   Sin embargo, esta tarea no se hubiera podido culminar si desde hace años, la derecha política española y todos los think tank que las envuelven, no hubiesen conseguido desprestigiar la escuela pública, sus resultados y caricaturizar sus problemas.

   Mutilaron y manipularon informes como el PISA o el de la OCDE para presentar la cara más oscura de la enseñanza española. Ocultaron celosamente todos sus éxitos y consiguieron que la palabra educación se impregnara del concepto de fracaso, error y conflicto.

   La enseñanza en España necesita cambios en profundidad, sin duda. Especialmente la educación secundaria necesita encontrar nuevos caminos y mejoras, pero no todo lo existente ni los valores del modelo actual están caducos y fracasados, sino más bien faltos de desarrollo y de aplicación.

   Para sacudirnos tanto prejuicio y mentira, nada mejor que ver la evolución de la enseñanza española. Según afirman los estudios de la OCDE el punto de partida de la educación en España era el más penoso de Europa. Al inicio de la democracia solo el 17% de los adultos tenía estudios equivalentes a secundaria. En estos momentos es el 64% de la población quien ha conseguido ese nivel.

   Por si alguien argumenta que nos hemos ido demasiado lejos, la OCDE en el último informe aplaude el salto que se ha producido en la enseñanza entre los años 2000 y 2010 en los que se ha recortado la diferencia con el resto de los países de 11 a cuatro puntos en el nivel educativo del conjunto de la población. Si en estos años no se hubiese producido el auge del ladrillo, con la nefasta consecuencia de sacar de las aulas a miles de jóvenes, nuestro nivel estaría completamente equiparado a nuestro entorno.

   El sistema educativo español, con todos sus defectos, es actualmente uno de los primeros del mundo en equidad y uno de los más potentes en facilitar la movilidad social. La mitad de los estudiantes españoles superan el nivel educativo de sus padres, en muchos casos en varios escalones y este es el mejor indicador de su éxito. En el caso de Andalucía, por aproximación, podemos estimar que más del 65% de los jóvenes superan educativamente a sus padres. Todo un motivo de orgullo y un ejemplo de superación, porque los déficits culturales tardan mucho tiempo en ser superados.

   Por si no fuera suficiente, tenemos el mayor índice de escolarización infantil del mundo que dará sus frutos en el futuro, si es que no desaparece antes. Tenemos una población universitaria amplia, bien formada y con titulaciones apreciadas en el mundo entero. Resulta infame el desprestigio al que se quiere someter la comunidad universitaria y el recorte a sus estudios. Finalmente tenemos un núcleo de problemas en los estudios medios y en la recuperación de los estudiantes que abandonaron las aulas que deberíamos haber afrontado con decisión e imaginación.

   Incluso en estos años de crisis, de malas noticias imparables, la educación se ha superado a sí misma, ha aumentado el éxito escolar casi diez puntos y ha rescatado miles de jóvenes para la formación y el futuro.
El complejo de inferioridad, la falta de compromiso y de proyecto educativo de la izquierda, en general, han paralizado las iniciativas de cambio y han defraudado a un profesorado convertido en rompeolas de todos los conflictos sociales. Ahora la derecha española ha cubierto este hueco con un proyecto educativo cuyo santo y seña es la religión, la segregación y la privatización. Por cierto que en España, estas tres palabras son una sinonimia casi perfecta.
@conchacaballer





Puedes leerlo completo aquí

martes, 22 de enero de 2013

OBISPOS ESTRELLA Y CRISTIANOS INDIGNADOS


Publicado en El País Andalucía

             Tengo muchos amigos creyentes y no se parecen en nada al obispo de Córdoba. Es más, yo diría que cada día se sienten más distantes de esos obispos estrella que abominan de la igualdad de las mujeres, que insultan habitualmente a las personas homosexuales y que amenazan con el fuego eterno a quienes no compartan su fe. Tengo muchos amigos creyentes que no están de acuerdo con que la religión sea una asignatura en la escuela y que consideran la fe un hecho privado, íntimo, en el que los poderes no pueden entrometerse.

            Tengo muchas amistades creyentes que consideran una barbaridad el hecho de que la jerarquía católica no haya reconsiderado en lo más mínimo el papel de las mujeres, les niegue un papel dentro de la propia Iglesia y conciba al género femenino bajo el único atributo de la maternidad. Sé de muchas cristianas que han entendido perfectamente a Simone de Beauvoir y que saben otorgar el sentido correcto a la expresión "no se nace mujer, se llega a serlo", porque son conscientes de la carga cultural e ideológica que a lo largo de la Historia ha tenido la feminidad. Tengo muchos amigos católicos que están muy cansados de que la jerarquía religiosa haya hecho de la homosexualidad una diana de sus ataques y dedique gran parte de sus homilías a personas que no hacen ningún mal por amar o compartir su vida con una persona de su mismo sexo. Conozco cientos de creyentes que no comprenden la obsesión de los obispos por el sexo y las prohibiciones. Muchos otros todavía esperan una explicación sobre por qué la autoridad eclesiástica se opone a los cuidados paliativos de los enfermos incurables y siguen insistiendo en que el dolor es una fuente de salvación.

               Tengo muchos amigos cristianos a los que no les gusta la pompa eclesiástica, ni los palacios arzobispales. Hace algunos años le enseñé la catedral de Sevilla a una amiga colombiana fervorosamente católica. Durante toda la visita exhibió una expresión de sorpresa que yo atribuí a la belleza del lugar. A la salida le pregunté si le había gustado y me respondió tajantemente que no. "Demasiada riqueza" —me dijo—, "demasiada exhibición de poder".

               He escuchado a muchos cristianos quejarse de que la cúpula eclesiástica se sitúa con demasiada frecuencia al lado de los más poderosos y no se refieren solo a los tiempos del nacionalcristianismo sino a los tiempos actuales en los que no se les escucha ni una sola palabra contra banqueros, especuladores o defraudadores. Una jerarquía que, salvo honrosas excepciones, ni siquiera ha alzado la voz contra los desahucios de viviendas, las trampas financieras o el despido de miles de trabajadores. Una Iglesia que, descontando la magnífica labor de Cáritas —en la que participan creyentes y no creyentes, heterosexuales y homosexuales—, no tiene credenciales sociales que presentar, ya que incluso las escuelas gestionadas directamente tienen un sello inconfundible de privilegio social.

              El obispo de Córdoba, el de Granada y algunos otros obispos estrella, sufren pesadillas con Herodes, las mujeres liberadas, el matrimonio homosexual, la libertad de pensamiento y el desarrollo de la ciencia. Los cristianos que conozco quieren curar heridas y ayudar a los más desfavorecidos; a los obispos estrella, sin embargo, no les preocupa más que el sexo, en todas sus variantes, y su poder. La bondad y la compasión no forman parte de su vocabulario. Ellos han llegado a la cima del poder para castigar al infiel, amenazar al tibio y trazar las fronteras del dogma religioso. Se identifican con la derecha más extrema y están dispuestos a avalar las tesis económicas más injustas, siempre y cuando se comprometan a renovar sus privilegios. En Francia ríen las gracias de Gerard Depardieu contra Hollande y en España aplauden privatizaciones y recortes a cambio de que Wert aumente su poder o sus beneficios. La distancia entre la institución eclesial y gran parte de su feligresía es ya un abismo insondable que tambalea sus cimientos.

sábado, 21 de marzo de 2009

A los obispos, ni caso

Hace pocos días un profesor al que admiro me dijo que la batalla entre religión y Estado no era nuestro problema, que eso debía haberlo solucionado la burguesía hace más de cien años, pero… ¿quién nos iba a decir que el siglo XXI, el de los grandes avances técnicos, iba a conocer un auge sin precedentes de los integrismos religiosos en el mundo entero?
Tengo una gran incultura religiosa. No me sé los mandamientos, ni las oraciones, ni los apóstoles. Confundo los pecados capitales con los diez mandamientos. Me pierdo en las conversaciones en las que se citan parábolas o comparaciones con temas bíblicos. De la religión solo recuerdo vagas frases que me resultan enigmáticas como “renuncio a Satanás, a sus pompas y a sus obras” y los bisbiseos del rosario solo me traen el recuerdo del miedo a las tormentas en el campo, en el que algunas beatas suplicaban el “ora pro nobis” entre invocaciones latinas con ritmo de rap suave. No me motivan las obras de cine, teatro o literarias que versan sobre materia religiosa, aunque sea para ensalzar el laicismo y me resulta francamente ridículo que hombres vestidos con sotanas, que no saben lo que es el sexo, ni la familia, ni la paternidad (aunque se hayan curiosamente apropiado de la palabra) intenten dictar normas sobre estas materias.
Cuando apenas tenía ocho años me obligaron a asistir a una especie de ejercicios espirituales que me espantaron. El cura alzaba los brazos y la voz para inculcarnos el miedo a la muerte y la necesidad del arrepentimiento. Tanto me impresionó que decidí hacer penitencia poniendo un puñado de garbanzos en los zapatos que estrenaba el domingo de ramos. El dolor que me causaban no me dejaba caminar, pero yo creía estar salvando mi alma…hasta que mi madre, que no comprendía mi dolor, me descalzó y se quedó atónita por el sacrificio. Cuando le confesé mi miedo a la muerte y a las cosas horribles que podían pasarme por mis pecados, mi madre dijo: “Ni caso, tonta. Ni caso”. Y así acabó mi aventura religiosa.

PD.- Aquí está el enlace a una página llamada LAS LINCES y que aborda el tema en profundidad