La salida de Miguel Ricart de la cárcel se convirtió en un
espectáculo siniestro. Completamente solo, con un pasamontañas que
tapaba su rostro y una indumentaria del Bronx años ochenta, se enfrentó a
una nube de periodistas que le impedían el paso y le conminaban a
manifestar su arrepentimiento ante las cámaras. “¡Descubre tu rostro!”,
le gritaban. Tras subir a un taxi, la nube informativa inició una
persecución que terminó en la estación del tren. Allí, Ricart corrió por
el andén como un conejo asustado en una cacería, buscó un refugio
inexistente y volvió a la estación donde tomó un tren que abandonó poco
después para subir al coche de una cadena de televisión.
Según Instituciones Penitencias, aunque Ricart ha participado en algún programa de reeducación, no tiene un buen pronóstico de reinserción. Dicen, los especialistas, que la primera condición para la rehabilitación son los lazos sociales y la falta de aislamiento del delincuente. La imagen de lobo acosado nos dibuja un panorama desolador. Ni él está preparado para la reinserción, ni la sociedad tampoco.
El tratamiento informativo, en general, ha sido de línea caliente, inspiradora del miedo y la indignación. Se relata, una y otra vez, que fue condenado a 170 años de prisión como si esas condenas fuesen reales. Se elude informar de que ha cumplido 21 años de prisión y que su puesta en libertad, con arreglo a las leyes por las que fue juzgado, estaba prevista para el año 2011. Se omite cualquier información que no sirva de combustible a la indignación. Las tímidas voces que se alzan en otro sentido son apagadas por un carnaval de descalificaciones y de acusaciones de proteger a los criminales.
La racionalidad es un papel encendido que se consume al viento. La reflexión no vende, ni hace subir como la espuma las cuotas de pantalla de las cadenas de televisión. El morbo, el miedo y la desconfianza son el mejor combustible del show business de algunas cadenas. Solo otros temores han paralizado, de momento, la emisión de entrevistas, confesiones pagadas, viajes al lado oscuro con pausas publicitarias.
Independientemente del debate sobre la doctrina Parot, los delincuentes saldrán en algún momento a la calle, sin embargo el principio democrático, constitucional, de la reinserción social ha perdido el aval de la opinión pública. Al parecer no importa que no haya alternativas, el delincuente no debe vivir en ningún lugar, no debe tener trabajo, no tiene los más básicos derechos humanos. Pero, si lo pensamos bien, la reinserción es la única salida, no solo por el más básico sentido humanitario, sino también por la seguridad del conjunto de la sociedad.
Renunciar a la reinserción, como de hecho sucede por la ausencia de medios y de programas, no nos trae ningún bien. Nos degrada como sociedad, hace un daño incalculable a las víctimas a las que no se ayuda a superar su dolor y aumenta la inseguridad ciudadana.
El hecho de que ninguna asistencia social acompañe la salida de los presos; el espectáculo de su cacería mediática solo contribuirá a aumentar sus posibilidades de reincidencia. Otro ejemplo más: el tercer grado no es solo una atenuación de la condena sino también un aprendizaje para la reinserción, sin embargo, por miedo a la opinión pública, apenas se concede lo que nos priva de un importante elemento de rehabilitación e incluso de control.
Pero ninguno de estos argumentos cala en la sociedad cuando se ha implantado el miedo y la indignación. Sin conocimiento alguno se desprestigian los programas de reinserción en las cárceles o se manejan datos de reincidencia totalmente ficticios con respecto a los crímenes sexuales. La alarma está encendida, el pánico se apodera de las conciencias y ganan las posiciones más extremas, alarmistas y sensacionalistas.
Es posible que sea un llamamiento vano pero sería necesario un código ético para el tratamiento de estos temas que no juegue con el dolor ajeno, ni genere una alarma social que hace la sociedad en víctima de su propio miedo.
Según Instituciones Penitencias, aunque Ricart ha participado en algún programa de reeducación, no tiene un buen pronóstico de reinserción. Dicen, los especialistas, que la primera condición para la rehabilitación son los lazos sociales y la falta de aislamiento del delincuente. La imagen de lobo acosado nos dibuja un panorama desolador. Ni él está preparado para la reinserción, ni la sociedad tampoco.
El tratamiento informativo, en general, ha sido de línea caliente, inspiradora del miedo y la indignación. Se relata, una y otra vez, que fue condenado a 170 años de prisión como si esas condenas fuesen reales. Se elude informar de que ha cumplido 21 años de prisión y que su puesta en libertad, con arreglo a las leyes por las que fue juzgado, estaba prevista para el año 2011. Se omite cualquier información que no sirva de combustible a la indignación. Las tímidas voces que se alzan en otro sentido son apagadas por un carnaval de descalificaciones y de acusaciones de proteger a los criminales.
La racionalidad es un papel encendido que se consume al viento. La reflexión no vende, ni hace subir como la espuma las cuotas de pantalla de las cadenas de televisión. El morbo, el miedo y la desconfianza son el mejor combustible del show business de algunas cadenas. Solo otros temores han paralizado, de momento, la emisión de entrevistas, confesiones pagadas, viajes al lado oscuro con pausas publicitarias.
Independientemente del debate sobre la doctrina Parot, los delincuentes saldrán en algún momento a la calle, sin embargo el principio democrático, constitucional, de la reinserción social ha perdido el aval de la opinión pública. Al parecer no importa que no haya alternativas, el delincuente no debe vivir en ningún lugar, no debe tener trabajo, no tiene los más básicos derechos humanos. Pero, si lo pensamos bien, la reinserción es la única salida, no solo por el más básico sentido humanitario, sino también por la seguridad del conjunto de la sociedad.
Renunciar a la reinserción, como de hecho sucede por la ausencia de medios y de programas, no nos trae ningún bien. Nos degrada como sociedad, hace un daño incalculable a las víctimas a las que no se ayuda a superar su dolor y aumenta la inseguridad ciudadana.
El hecho de que ninguna asistencia social acompañe la salida de los presos; el espectáculo de su cacería mediática solo contribuirá a aumentar sus posibilidades de reincidencia. Otro ejemplo más: el tercer grado no es solo una atenuación de la condena sino también un aprendizaje para la reinserción, sin embargo, por miedo a la opinión pública, apenas se concede lo que nos priva de un importante elemento de rehabilitación e incluso de control.
Pero ninguno de estos argumentos cala en la sociedad cuando se ha implantado el miedo y la indignación. Sin conocimiento alguno se desprestigian los programas de reinserción en las cárceles o se manejan datos de reincidencia totalmente ficticios con respecto a los crímenes sexuales. La alarma está encendida, el pánico se apodera de las conciencias y ganan las posiciones más extremas, alarmistas y sensacionalistas.
Es posible que sea un llamamiento vano pero sería necesario un código ético para el tratamiento de estos temas que no juegue con el dolor ajeno, ni genere una alarma social que hace la sociedad en víctima de su propio miedo.
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