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lunes, 23 de enero de 2012

HARTO DE LA MILONGA

Artículo publicado en El País Andalucía
La marea azul es tan intensa, la debilidad de la oposición tan patente que empieza a emerger el contenido políticamente incorrecto. Arenas proclamó la semana pasada que está harto, más que harto “de la milonga del desarrollo sostenible”. Le aplaudieron a rabiar. Harto de pajaritos, de ecologistas, de perroflautas que ponen en cuestión las urbanizaciones a pie de playa, que se enfrentan a los molinos de viento de hoteles como El Algarrobico; que pretenden delimitar zonas en las que no se puede construir: con lo bonita que está la costa llenita de casas desde el Cabo de Gata hasta Ayamonte.


Tiene las cosas muy claras el aspirante presidencial: la primera tarea es derogar todas las normas que restrinjan el uso del terreno residencial en Andalucía: la ley del suelo, los planes subregionales y el POTA (perdonen el nombrecito, la Consejería no anduvo muy fina con el acrónimo). Nada de controles, nada de zonas protegidas, nada de planificación territorial. Puro Far West: quien quiera construir en Andalucía que venga y coloque su caravana sobre la tierra elegida. Andalucía comunidad abierta, sin límites y sin milongas ambientalistas. Cada rincón, cada playa, cada montículo con buenas vistas podrá ser proclamado “zona residencial privilegiada para los europeos”. ¡Qué libertad, oigan!

Cualquiera diría que la administración andaluza tenía el carnet de Greenpeace cuando, por el contrario, tardaron años en proclamar algunas leyes proteccionistas y solo lo hicieron cuando ya nuestras costas estaban cubiertas, de punta a cabo, por el ladrillo y nuestros ayuntamientos enfangados en las plusvalías y en los convenios urbanísticos.

Pero Arenas tiene la receta: más libertad para el ladrillo. Como si hubiesen sido los tímidos controles de la administración los que han provocado la crisis y no el exceso y la desproporción del negocio urbanístico. En Andalucía, según los expertos, hay un stock de viviendas en torno a las 390.000 que no se venden a pesar de la bajada de precios. La Junta de Andalucía acordó un plan para sacarlas a la venta con el máximo de facilidades y, sin embargo, aún siguen ahí, deteriorándose día tras día. Más de la mitad de ellas están en las zonas costeras: miles de urbanizaciones cerca de la playa por donde ulula en las tardes de viento el solitario fantasma de la crisis. Pero nada de esto importa, los nuevos gestores de nuestras vidas tienen un plan y es potenciar a tope la construcción.

No debe de ser una manía solitaria de Javier Arenas porque el flamante Ministro de Agricultura –y de Medio Ambiente, que se le ha olvidado-, ha anunciado que va a reformar la Ley de Costas para idéntico fin: acabar con la milonga del desarrollo sostenible y “poner en valor” cada centímetro cuadrado de las playas españolas.

Y es que en esto del medio ambiente España está a años luz de Europa. Tanto la derecha como la izquierda tienen un marcado carácter productivista y escasísima conciencia ecológica. La derecha tiene “primos” que le desmienten el cambio climático y empresas que les exigen acabar con los controles públicos. Por su parte la izquierda, ha reducido el ecologismo a una declaración desvaída relegada a las últimas líneas de su programa electoral. Han hablado de desarrollo sostenible, pero su práctica urbanística y económica ha ido por el camino opuesto. Todo esto unido a la inexplicable inexistencia del ecologismo como opción electoral: mientras en Europa Los Verdes son una opción política potente, en nuestro país desgraciadamente no levantan cabeza y hay mucho más ecologismo en la sociedad que en las instituciones. La política, como la vida, es un tour de force: el espacio que ocupan las ideas que se abandonan es inmediatamente invadido por el oponente. La derecha se vuelve más agresiva cuando la izquierda es más débil o incoherente. Por eso Arenas se permite hoy lo que no se hubiese permitido hace años: poner fin al desarrollo sostenible de un plumazo, con ese tono de fastidio del que ha tenido que aceptar ideas que le desagradaban profundamente.

domingo, 31 de julio de 2011

Elegía al automóvil

El último artículo de esta temporada. Puedes verlo completo en El País Andalucía


El siglo XX se inició con el culto a este magnífico invento. Marinetti escribió que un automóvil rugiente era más bello que la Victoria de Samotracia y compuso la primera oda a un ser mecánico, elevándolo a la categoría de bello objeto del deseo.
El automóvil se convirtió en una metáfora con cientos de significaciones y que concentra su esencia en la idea de la modernidad. Nunca un solo objeto reunió tanto simbolismo, tantas significaciones ocultas: era la expresión de la libertad individual; las alas que le negaron al ser humano para conquistar la tierra; la metáfora de independencia y la demostración del éxito social.
El coche parecía unido, de forma indisoluble, a la expansión de las metrópolis, a la íntima libertad de estar en cualquier lugar, a cualquier hora, dependiendo sólo de la libertad personal. El coche fue el caballo de los habitantes de las ciudades que les permitía galopar por el mundo a lomos de este cómodo milagro de la ingeniería. Con él surgió una nueva pasión por el riesgo, el amor a la velocidad, que todavía atrae -y mata- con sus brillantes luces a los jóvenes de medio mundo.
En una sociedad que aparentemente ha dejado de exhibir pomposamente sus diferencias sociales en el atavío o en las joyas, se ha convertido en el verdadero distintivo de nuestra posición en la escala social. Este milagro de la ingeniería es la joya que, fundamentalmente el público masculino, exhibe como atributo de su poder y como nostalgia de su juventud. No es baladí que la crisis de la cincuentena se acompañe, en sectores pudientes, de la compra de un artilugio potente, brillante y caro: más lejos, más rápido, más solos.
El automóvil es uno de los dioses principales del siglo XX y una de las religiones más caras de la historia. Según el último estudio de consumo de servicios del BBVA, las familias dedican el 30 por ciento de su presupuesto a la compra de automóviles. Una inversión que no sólo se funda en su utilidad o en la falta de servicios públicos de transporte, sino también en el convencimiento de que carecer de este aparato te convertía en una especie de paria social.
Por eso, cuando las directivas obligan a reducir el uso del coche, la reacción de algunos ciudadanos no es exigir mejor transporte público o evaluar sus ventajas, sino que sienten, por esas metáforas perversas, como si le arrancaran parte de su libertad, de su independencia o de su estatus. Todavía adoran los dioses del siglo XX. Por eso, una de las primeras medidas adoptadas por el conservador alcalde de Sevilla ha sido la de derogar un plan que tenía como objetivo reducir el uso del coche en el centro de la ciudad.
Sin embargo, la ecuación automóvil-modernidad, se ha disuelto para siempre. Hoy el coche no es un complemento de la ciudad sino un estorbo, una amenaza, un peligro para la salud y una antigualla. En las mayores metrópolis del mundo el automóvil ha sido seriamente limitado. La mayor parte de los habitantes de Nueva York, los más modernos, vanguardistas y estilosos del mundo, carecen de vehículo y no lo echan de menos. Para eso están las empresas de alquiler cuando desean viajar en coche por el interior de su país.
Es prácticamente imposible rebatir que el uso diario del automóvil en las ciudades es contaminante, derrochador en términos energéticos, insalubre para el ser humano, caro y completamente ineficaz para la movilidad.
Sin embargo, la derecha se aferra a los viejos tiempos como a clavo ardiendo, convencidos de que el medio ambiente es sólo un sinónimo de parques y jardines. También ridiculizaron y obstaculizaron el uso de la bicicleta, cuyos conductores fueron presentados como peligrosos asaltantes de los peatones, a los que limitaban el espacio y la seguridad. Y sin embargo, el coche tiene los días contados y la bicicleta acaba de nacer como signo de identidad de las nuevas ciudades. Aunque con la derogación del plan centro escriban un nuevo poema al automóvil, no dejara de ser una elegía o un epitafio escrito apresuradamente en forma de decreto.

martes, 11 de mayo de 2010

Semen de atún

Este es el artículo de esta semana en El País:

En mi mente la caída del Imperio Romano está asociada, no al derrumbe de una civilización, ni a la entrada de los bárbaros en Roma, sino a la celebración de suntuosos banquetes en los que se degustaban toda clase de animales exóticos y de manjares traídos de los confines de la tierra. Seguramente algún profesor moralista sembró en mi mente la idea de que estos excesos sin sentido, esos placeres rebuscados habían socavado las bases de la república y conseguido que unos pueblos, mucho más primitivos y atrasados, desmoronaran el antiguo imperio con escaso esfuerzo.


Esta semana, cincuenta insignes cocineros, abanderados por Arzak y Adriá, han promocionado en Barbate el consumo del atún y, entre otras recetas, degustaron un plato bajo el terrorífico nombre de Piruleta de Huevas de Leche que utiliza el semen del atún como ingrediente. Sé que la moda es ensalzar a estos magos de la cocina pero la noticia me produjo un malestar casi físico que se entremezcló en el menú informativo del día con el ataque especulativo de los mercados financieros.

El atún rojo es una especie en peligro de extinción por la voracidad con la que algunos países –especialmente Japón- han consumido su carne y por el expolio que las grandes flotas internacionales. La almadraba de Zahara tiene limitadas sus capturas a unas seiscientas toneladas anuales, por tanto promocionar su consumo carece de sentido porque, simplemente, hay más demanda que producto. No obstante durante unos días Barbate ha vivido –tal como relata el periodista Pedro Espinosa- un espejismo de alegría y fiesta con la visita de esos cocineros ilustres que, ajenos a lo que ocurre alrededor, estaban emocionados con la “levantá” y con el calor del recibimiento que se les tributaba.

La almadraba de Zahara -que existe desde época romana- no muere por las exigencias de la Unión Europea ni por una conspiración del ecologismo internacional, sino por una sobreexplotación consentida de flotas pesqueras internacionales, ajenas al tipismo y a la artesanía de los pescadores locales, que en los últimos diez años han hecho desaparecer casi el noventa por ciento de esta especie en el mundo. Por eso Barbate me parece en estos momentos - más allá de sus sueños y de sus buenas intenciones de mantener las tradiciones- una metáfora perfecta de de Andalucía e incluso de un mundo enloquecido que acaba con sus recursos naturales mientras los mercados hunden países bajo la batuta de un director de orquesta loco. Es el pueblo con mayor porcentaje de paro de España –un cuarenta por ciento- al que durante decenios se le prometieron planes especiales de modernización y de cambio, de promoción de sus productos, de apoyo a sus artesanales empresas conserveras hoy casi desaparecidas. Las paredes de sus instituciones deben estar tapizadas con solemnes acuerdos en los que se promete una diversificación productiva que no los haga dependientes de sectores en decadencia y que prepare a sus jóvenes para nuevas actividades. Sin embargo nada de esto se ha cumplido. Sus ojos siguen mirando al mar, reclamando sus siglos de gloria, ajenos a un mundo que ha robado sus peces y la vieja artesanía con que los capturaban.

Barbate es hoy uno de los pueblos andaluces con mayores problemas de exclusión social, de pobreza y de falta de confianza en el futuro. Por todo eso las dichosas piruletas con semen de atún me han producido una repugnancia superior al puro desagrado físico. La imagen de ese plato hace pensar en una cocina que, lejos de innovarse sobre las raíces, inventa extravagancias para disfrute de públicos selectos; convertida en signo de distinción de clases ociosas que pagan por saborear platos excéntricos, mientras fuera el mundo se desmorona y los mares se transforman en una sopa de medusas. Y es que hasta la cocina debería tener sentido común y ética.