La vida es un misterio que no puede revelarse. Lo vas comprendiendo con el tiempo junto con la discreción necesaria para callarte. Con el paso de los años se te van desvelando secretos que no podrás contar a nadie. Si rompes esta regla y los desvelas, parecerán vacíos, desprovistos de sentido, como un sueño mal contado. A nadie servirá tu experiencia, ni tu conocimiento del camino. Si te empeñas en hacerlo te harás pesada, aburrida; los jóvenes te escucharán sin atención: los de tu generación con una leve mirada de desaprobación por sacar a la luz ese territorio; los mayores no desean saber nada más, su copa de conocimiento está repleta y no quieren ser molestados ahora que han vuelto a apreciar lo más elemental, sin filosofías ni palabras que lo adornen.
Dicen que las últimas palabras que pronunció Bécquer fueron “Todo mortal” y quizá no hablaba del vacío, ni de la decepción de su búsqueda de permanencia, sino del secreto.
Mi padre, algunos días antes de morir, nos dijo que nunca había caído en la cuenta de que se hacía viejo, solo en el hospital, enfrentado cara a cara a la enfermedad, se miró las manos y comprendió que el tiempo había pasado.
Nos engaña una continuidad ficticia. Nos miramos al espejo y este nos refleja, no el paso del tiempo, sino una imagen intemporal, persistente, en realidad eterna. Y, sin embargo, la vida nos hace entender en la cabeza cana del amigo, en los surcos de su cara, el misterio. Un secreto que nada tiene que ver con el aspecto físico, sino con una nueva comprensión íntima, que no vas a contar ni a escribir. Le pregunté a un amigo cómo se sentía al cumplir los cincuenta años y me ofreció esta imagen: “es como si hubiera acabado de subir una montaña alta. Estoy cansado por el esfuerzo y, a la vez, satisfecho de haber hecho el camino, pero lo más importante es que desde aquí puedo contemplar todo el paisaje”. Una visión completa y solitaria.
Dicen que las últimas palabras que pronunció Bécquer fueron “Todo mortal” y quizá no hablaba del vacío, ni de la decepción de su búsqueda de permanencia, sino del secreto.
Mi padre, algunos días antes de morir, nos dijo que nunca había caído en la cuenta de que se hacía viejo, solo en el hospital, enfrentado cara a cara a la enfermedad, se miró las manos y comprendió que el tiempo había pasado.
Nos engaña una continuidad ficticia. Nos miramos al espejo y este nos refleja, no el paso del tiempo, sino una imagen intemporal, persistente, en realidad eterna. Y, sin embargo, la vida nos hace entender en la cabeza cana del amigo, en los surcos de su cara, el misterio. Un secreto que nada tiene que ver con el aspecto físico, sino con una nueva comprensión íntima, que no vas a contar ni a escribir. Le pregunté a un amigo cómo se sentía al cumplir los cincuenta años y me ofreció esta imagen: “es como si hubiera acabado de subir una montaña alta. Estoy cansado por el esfuerzo y, a la vez, satisfecho de haber hecho el camino, pero lo más importante es que desde aquí puedo contemplar todo el paisaje”. Una visión completa y solitaria.