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miércoles, 11 de marzo de 2009

A propósito de The reader


Unos cuantos post más abajo, en uno denominado Revolucionary Road, venimos desarrollando una especie de debate sobre la película El lector. Hace pocos días que la vi y me pareció inquietante de una forma que todavía no he conseguido expresar bien. Mi amigo Ferrán Gallego, hace sin embargo este análisis que me parece muy interesante y que transcribo, aunque todavía no he podido responderle de forma razonada ya que mi primera reacción ha sido casi institintiva:

No estoy de acuerdo, Concha, en la carencia de sentido de la película (de no ser por la interpretación de Winslet). Se trata de examinar una lógica de la barbarie asentada en una determinada concepción de la cultura. Sólo podemos entender el nazismo si consideramos la normalización de una sociedad que incluía por la vía de la exclusión, siendo ambos factores los complementarios de un proceso de afirmación comunitaria, de reconocimiento social, que resulta en una verdadera patología de la modernidad: conseguir convencer a un sector muy importante de la sociedad de que el conflicto deja de ser interno para ser algo ajeno al organismo nacional. Que el adversario es un elemento extraño al cuerpo político nacional, a la comunidad de camaradas de sangre. Y frente a esa conciencia nazi, que seduce de una forma muy distinta a los recursos de propaganda que acostumbramos a reconocer (para hacerlo en una lluvia fina que se inicia antes de 1933 y se acelera a partir de ese momento), permitir que determinados temas dejen de ser "conflictivos", para ser "funcionales". Lo terrible de Hanna no es que se encuentra al final de una cadena de mando: lo terrible es que una persona de escasa formación tiene, en cambio, una perfecta construcción cultural de lo que es ella y de lo que es su país. Esa ausencia de culpabilidad procede de una lenta construcción de una conciencia, de una representación de lo que uno es, del significado de la propia existencia social, que no corresponde a doctrinarios, sino a quienes viven cotidianamente en un sistema que va radicalizando sus mecanismos de exclusión, a medida que pueden ser digeridos con normalidad por un país que dispone de esa conciencia. Aconsejo una lectura como "La conciencia nazi", de Claudia Koonz (Paidós), para poder comprender esa visión del alemán ordinario, incluyendo al que no es guardián de un campo de exterminio, pero que ha otorgado su voto, su movilización o su apoyo tranquilo a la instauración de un régimen que puede llegar hasta ahí. ¿Crees que carece de sentido una película en la que se nos plantea algo tan estremecedor como la protesta de Hanna: "llegaban todos los días, no sabíamos qué hacer con tantas", cuando la documentación que he estudiado me sorprendió por esa perfecta organización ideológica de una deportación que crea un problema de superpoblación resuelto con un exterminio, precisamente, SELECTIVO? La sorpresa del personaje procede de una formación cultural honda, inserta en su analfabetismo sin problema alguno, en el que una ciudadana puede no saber leer, pero ha adquirido una cultura en la que los judíos, los gitanos, los asociales, los eslavos, han dejado de tener derechos, desde la libertad hasta la vida. Y lo grave, lo desconcertante, la utilidad de la película y el libro, no es la empatía que se cree con el individuo (ahí, Lena Olin, en el papel de antigua prisionera, está genial), sino en el descubrimiento de que esa sensibilidad es una espantosa constatación de que la cultura, como antes decía, no implica necesariamente una afirmación de la equivalencia y la dignidad de los seres humanos. Concha, tú misma lo has dicho: en caso contrario ¿cómo entenderíamos a ´Céline, a Drieu La Rochelle, a Pound, a Pirandello o a Stefan George? Lo pavoroso es que todo eso se hiciera en nombre de una Cultura por parte de los altos perpetradores del genocidio (como todo imperialismo, actuó en defensa de la cultura); y que se llegara a asumir una forma de vivir esa cultura como vida cotidiana de diferenciación, de escisión de los seres humanos, incluso por parte de una analfabeta.

viernes, 20 de febrero de 2009

REVOLUCIONARY ROAD



¿Cuándo se rompen, en realidad, los sueños de la juventud? ¿En qué justo momento hemos dejado de ser “especiales” para doblegarnos ante las convenciones sociales?
¿Es posible escapar del inevitable vacío de la vida?
Ayer fui a ver Revolucionary Road, una película que trata de todo esto, de la infinita tristeza que producen los bienes materiales cuando por dentro se consume el escaso fuego que alimentaste en tu juventud. Si no te gustaron títulos cinematográficos como “Las horas” o “American Beauty” es mejor que no vayas a verla, sin embargo si te gusta ese discurrir del tiempo, de espacios que se cierran, de diálogos que superan las palabras, esta es sin duda tu película de la temporada.
No es, como se ha dicho, un relato costumbrista de los años 50, de su ferocidad, de la condena doméstica de las mujeres. Es un film que habla de nuestros sueños y de nuestra cobardía a la hora de afrontarlos, de la infinita soledad que nos atraviesa.
Hay, en la película, una escena que me cortó la respiración. Tras una bronca descomunal entre Frank y April, la mañana amanece tranquila. Ella prepara el desayuno y se muestra complaciente y atenta con su marido. Hay algo inquietante en esa perfección doméstica, en el cuidado orden de la casa, en el manejo de los objetos cotidianos. Él apenas se atreve a buscar una explicación para este cambio repentino. Contiene su alegría, el temor, la inseguridad que todo esto le provoca. Teme decir o hacer algo que rompa el hechizo de esa repentina normalidad, anhela que todo sea real, que no se quiebre de pronto en mil pedazos. Se trata, sin embargo, de una de las despedidas más tristes de la reciente historia del cine.
En contra de los finales esperanzados, la película muestra que no siempre tendremos París, que Paris se pierde cuando abandonamos nuestros sueños y nos sumergimos en la tibia rutina de aquello en lo que no creemos.